
Sí, claro, usted me ve ahora con mi ropa sucia y gastada , mal afeitado y despidiendo ese hedor característico de quien no se baña hace cuatro días, y ya está sacando conclusiones. Que soy un vago, que probablemente siempre lo he sido, que siempre lo seré.
Pero se equivoca: yo monté el mejor negocio del mundo. Sí, sí, sonría, adelante. Si le muestro las marcas de estos zapatos agujereados y de este traje raído me va a decir que los recogí de la basura de algún millonario, y si le cuento que los compré en la 5ta avenida de New York y me costaron más o menos lo que usted debe ganar en un año no me va a creer ni va a cambiar esa cara de perdonavidas que me está poniendo ahora. Se lo voy a contar igual, no me importa lo que usted piense. ¿Tiene un minuto? Vamos, hombre, no pierde nada. Hasta puede que gane una buena historia para contarle a sus amigos.
Hace algunos años, con un amigo empezamos a criar chinchillas. ¿Conoce las chinchillas? Son como una especie de conejos de la India, pero con orejas más grandes y con cola. Y con una piel muy hermosa. Justamente para eso se las cría, su piel es muy cotizada para hacer abrigos. Bueno, empezamos con el criadero, y cuando las chinchillas estuvieron maduras como para sacrificarlas y convertirlas en tapados, no tuvimos corazón. Es que son adorables, los bichitos. Usted los viera comer, agarrando el alimento con las manitos, parecen personitas. Si las personitas fueran peludas y tuvieran cola, claro. El asunto es que estábamos llenos de chinchillas, porque se reproducen como conejos, pero son más peluditas y graciosas, y no nos decidíamos a convertirlas en materia prima y los gastos en alimentación y cuidado aumentaban y quedamos al borde de la ruina.
Usted estará pensando en dónde está en fabuloso negocio ¿verdad? Lo mismo pensamos mi socio y yo, y cuando estábamos por vender todas las chinchillas a alguien que seguramente tendría menos miramientos que nosotros y las faenaría sin dudarlo un instante, se nos ocurrió una idea genial. Era una idea muy loca, a decir verdad, pero casi todas las ideas geniales parecen locas al principio. Tal vez contribuyó el hecho de que para esa época estábamos comiendo alimento balanceado para chinchillas, que era lo único que podíamos comprar.
Espere, no se vaya, le voy a resumir el cuento, pero va a ver que después va a querer más detalles.
Nos pusimos a amaestrar las chinchillas. Pero no para que hicieran trucos, como saltar a través de un aro en llamas, bailar o traer el diario. Las entrenamos para que se tomaran de las colas y las patas y se quedaran muy quietas. Con mucha paciencia y cariño, al cabo de unos meses logramos que se entrelazaran en una formación que simulaba perfectamente un abrigo de piel. Era un abrigo viviente, algo nunca visto. Nuestra idea era venderlos así, y que quien quisiera adquirirlos se ocupara de cuidar y mantener felices a los animalitos que de vez en cuando se pondrían en configuración de tapado para acompañar a su dueña a una fiesta de gala. Era un concepto totalmente ecológico, algo que ya estaba de moda en aquellos años. Nos atrevimos a soñar con la bendición de Greenpeace, aunque nos conformábamos con que dejaran de arrojarnos pintura roja todos los martes. Me pregunto por qué simplemente no dejamos de trabajar los martes.
Sí, sí, ya termino. Hablamos con un peletero y nos dijo que estábamos locos, que la gente que usaba tapados de piel no tenía el menor interés por la ecología, y los que sí querían a los animalitos no usarían ninguna piel aunque estuviera viva por no dar un mal ejemplo. Y él propuso la otra parte del negocio, que cerró el círculo perfecto: Venderíamos las chinchillas en formación, simulando que eran un tapado normal. Luego seguiríamos a la dueña hasta su casa, y esperaríamos a que los animalitos se disgregaran para recuperarlos. Mi socio y yo perfeccionamos esta última etapa, entrenando a las chinchillas para que desarmaran la configuración y vinieran a nuestro encuentro cuando sonáramos un silbato.
El plan funcionó estupendamente. Le decíamos a las clientas que el tapado era un poco más pesado porque usábamos pieles de extrema calidad, y ellas salían de allí con las chinchillas fundidas en fraternal y estratégico abrazo. Unas horas después estábamos con la camioneta a la puerta de la víctima, sonábamos el silbato y a los pocos minutos aparecía en alegre montón, corriendo y saltando lo que un rato antes había sido una manga, un cuello, un hombro del ostentoso abrigo de una ricachona insensible. No nos sentíamos culpables, no era exactamente robar lo que hacíamos. Y las clientas tenían muchísimo dinero. Incluso dos o tres volvieron a comprarnos otro tapado, sin decirnos qué había pasado con el primero.
Llegamos a tener unos trescientos planteles de chinchillas trabajando simultáneamente. Intentamos amaestrar también un par de zorros que fingían ser una estola, pero abandonamos esa línea de productos porque algunas veces se olvidaban de su papel y se abalazaban sobre la comida en medio de un banquete. No son tan astutos como dicen, los zorros. Perdíamos algunas chinchillas de vez en cuando (todavía suelo cruzarme con un grupo que se metió en las alcantarillas y se unió a la comunidad de roedores urbanos, haciéndose pasar por ratas metrosexuales) pero esto no afectó al negocio, que nos estaba haciendo millonarios.
Bueno, vino esa etapa, usted sabe. Viajes, lujos, mujeres, excesos. De las canillas de mi casa salía agua mineral Perrier. Cuando un atomóvil se quedaba sin combustible, lo dejaba abandonado y me compraba otro. Utilizábamos billetes de cien dólares para encender el fuego del asado. Y después comíamos ravioles. En Italia. Ahora en retrospectiva pienso que debimos haber ahorrado algo de dinero, pero vamos, ¿quién piensa en eso cuando la plata parece reproducirse como la chinchillas, pero diez veces más rápido? Nosotros no, en todo caso.
Sí, ya termino. Todo estaba magnífico, y los tres socios estábamos en la cima, y entonces se nos ocurrió contratar a un contador. Mala cosa. Mire, si usted puede, evite a los contadores. ¿Ah, usted es contador? No parece. El caso es que este muchacho empezó a hacer cuentas, que pare eso se les paga, claro, usted sabe. Y calculó que si en vez de comprar el alimento balanceado para chinchillas lo fabricábamos nosotros mismos nos íbamos a ahorrar un montón de dinero. La verdad, a mí no me interesó para nada el asunto, pero mis socios se entusiasmaron y contratamos a un químico para que se pusiera a fabricar el dichoso alimento.
¿Cómo, ya se va? Un minuto, ¿no quiere saber cómo termina esto?
Hicimos el alimento. Para montar la fábrica nos gastamos todo el capital que teníamos acumulado, porque el contador decía que era una inversión estupenda, que podíamos vender millones en alimento balanceado y todo eso. Yo, repito, no estaba muy entusiasmado, pero no tengo un carácter muy fuerte, así que acepté. Todo el dinero, en la fábrica. La primera partida de alimento para chinchillas se la dimos a un grupo que, vamos a decir la verdad, ya estaba un poco veterano. Fue milagroso. El pelo se les puso brillante, se volvieron más activas que nunca, parecieron rejuvenecer. Ni lo dudamos, alimentamos a todas con el fantástico producto. En un momento, para bromear con los socios, yo mismo tomé un puñado de los granulitos marrones y me lo comí. La verdad, no estaba mal, era mucho más rico que el que comíamos cuando estábamos desesperados.
Ya, ya termino, le juro.
Una semana después de haber comido alimento para chinchillas, noté que mi cabello, ya escaso, se multiplicaba y se ponía fuerte, brillante y sedoso. Igual que en las chinchillas. Me puse contento, a lo mejor habíamos descubierto un tónico capilar que sí funcionaba. Bueno, no. Exactamente a los once días se me cayó todo, pero todo el pelo. Incluso perdí las cejas. No, no me volvieron a crecer, lo que usted ve ahora es un postizo que me hice con pelos de perro. Por suerte a los perros se le cae bastante el pelo. Pero a ellos sí les vuelve a crecer.
¿Cómo que al final qué pasó? ¿No se da cuenta? Usted es medio lento, ¿verdad? Contador, tenía que ser.
Buenas noches