lunes, 29 de noviembre de 2010

Clarísimo

Leo por ahí, en la reseña de una...digamos, de una conferencia:

"En tanto, XXXXXXXX, disertará sobre XXXXXXXXXXX, un recorrido por proyectos con ejes comunes en su obra como el formalismo de la herencia moderna ofrece instrumentos limitados para abordar acontecimientos contemporáneos; por lo tanto se trataría de ensayar la opacidad del lenguaje artístico como una forma de subjetivación en tanto experiencia transformadora".


Probablemente yo sea un bruto, un limitado, un inculto. 
Pero entre los amables lectores ¿habrá algún intelectual que sepa y quiera explicarme el significado de ese párrafo?
¿Lo tiene?


Buenas noches


PD: Seguramente los amables lectores sabrán cómo utilizar Google para descubrir el origen del párrafo. Yo no fui. 

lunes, 22 de noviembre de 2010

Solo puede haber uno

Siendo una persona que carga sin dificultad un número respetable de variados prejuicios, naturalmente me opongo a los prejuicios que tienen los demás, que son absurdos. Particularmente me resulta ridículo que alguien diga que no le agrada algo que no ha probado jamás. Entiendo que sí existen algunas actividades cuyo resultado muy probablemente sea un profundo displacer o al menos una incomodidad pasajera que no hace falta experimentar, y que se puede deducir de la propia naturaleza de esas mismas actividades. Por ejemplo, no es necesario untarse el antifonario con miel y luego sentarse sobre un hormiguero para averiguar qué sucederá, y si resultará agradable.  Al menos, para una amplia mayoría de las personas la deducción será inmediata. (Existe una minoría que querrá experimentar de todas maneras, pero sus razones serán poco científicas).
Pero no me refiero en esta oportunidad a pasatiempos extremosos , sino a ese tipo de cosas que sin razón aparente decidimos que no nos gustan. Porque sí. Poniendo como ejemplo a la persona que tengo más a mano, que soy yo mismo, pasé toda mi niñez y parte de mi juventud convencido de que los mariscos eran algo repugnante, viscoso, de olor fuerte y un sabor acorde. Y todo eso sin haberlos probado. Siendo todo un adulto me vi acorralado en una situación social y tuve que ingerir una porción de moluscos, y descubrí que no estaban nada mal, y ahora me gustan los mariscos. Algo parecido me ocurrió con la salsa blanca : siempre me causó repulsión su aspecto y hace mucho tiempo comprobé que su sabor era perfectamente compatible y me produce arcadas. He ahí un prejuicio que se convirtió en un juicio con todas las de la ley.

En conclusión, hay algunas cosas que conviene probar para conocer si nos sirven o nos agradan o las dos cosas.

En alguna ocasión he relatado mi experiencia con una de las más famosas redes sociales, y tal vez eso debería haberme bastado para terminar con el asunto. Pero las cosas no funcionan de esa manera en el mundo real. Los asuntos nunca se terminan del todo, son como esos yuyos que uno cree que los arrancó con todo y raíz pero resulta que en algún momento escupieron semillas o esporas o quién sabe qué cosas y a la semana ya están otra vez ahí rompiéndonos las baldosas y matándose de la risa o disfrutando de su equivalente vegetal al observar la frustración de un enemigo declarado.  En este caso, el Facebook arrancado de raíz resurgió en forma de Twitter.

Y es que me explicaron que no, que Twitter no es como Facebook, que se puede conservar el anonimato, que no se tiene por qué estar haciendo toda clase de cosas que no le interesan a uno, que es más como acercarse a un grupito de personas en una fiesta, conversar dos minutos y después marcharse. Esto último  me sonó como algo que no me agrada particularmente, pero también me di cuenta que uno puede acercarse al grupito, soltarles una barbaridad y alejarse silbando una tonadilla irlandesa, y eso sí que es divertido.
Con todo, llegué a la conclusión de que Twitter era una de esas cosas a las que uno podría darle una oportunidad.

Bueno, hay que darse de alta, así que, como todo el mundo, me puse un nombre ficticio, y luego procedí a elegir el nombre de usuario por el cual habría de ser reconocido en el mundo de los ciento cuarenta caracteres. 
Y allí surgió la primera y última dificultad.
Hace más de quince años que utilizo el mismo nickname en el ciberespacio. No soy, por supuesto, el único en el mundo que lo utiliza, como tampoco, pongamos por caso, Rogelio Paolantonio es una combinación de nombre y apellido irrepetible en la sociedad civil. Pero Rogelio es conocido por su nombre dentro de un amplio círculo de personas que abarcan desde sus familiares directos a individuos que tienen su tarjeta de negocios porque se lo cruzaron una vez en una reunión. Rogelio es Rogelio para todos ellos. 
En mi caso, Bugman está tan incorporado a mi persona, que incluso en algunos círculos me llaman así en lugar de utilizar el nombre que figura en mi DNI.
Entonces, ante esto:

















¿Qué debería hacer? Ya hay un Bugman en Twitter, no soy yo y solo puede haber uno. 
¿Debería resignarme y comenzar a  llamarme, no sé,  bugman232, bugman_de_los_sinlogismos, el_auténtico_bugman_no_acepte_imitaciones_caracho ?

No. Lo siento. No quiero. Me gané mi nombre. No voy a cambiarlo. 

¿Y quién es este Bugman que está en Twitter?
Es esta persona:



O sea, un tipo que está construyendo una cascada hace quién sabe cuánto tiempo(*). Así y todo hay seis personas que están interesados en saber qué más tiene para decir (lo cual me recuerda mis prejuicios contra las redes sociales, pero puedo estar equivocado).

Así las cosas, mis estimados lectores, si alguno entre ustedes es usuario de Twitter, y esperaba encontrarme por allí ahora o en el futuro, sepa que eso no será posible, porque ya hay un Bugman . Y no soy yo. Y solo (**)puede haber uno. Y a menos que el señor de las cascadas decida dejarme su lugar, esto es un asunto terminado, al menos todo lo que puede serlo en el mundo real.

Buenas noches.





(*) En realidad sí se sabe. Desde el 4 de octubre de 2007, por lo menos.
(**)Escribo solo y no sólo, en concordancia con la nuevas normas de la RAE. Para que vean. Y aprendan.

jueves, 11 de noviembre de 2010

Protocolo

Hace un par de semanas me mudé de oficina. Todavía tengo trastos en el piso, cajas debajo de la escalera, objetos que se niegan a encontrar espontáneamente un lugar y otros que se acomodan peligrosamente en sitios que deberían ser provisorios y para que no se conviertan en definitivos requerirán de ingentes esfuerzos dirigidos  contra la entropía. Pero no es esto lo que me preocupa.

A diferencia de mi antigua oficina, que estaba ubicada en un edificio de tipo familiar, esta está en uno de oficinas, de esos modernos que hay ahora, con puertas de vidrio, mucho metal y ascensores que hablan.
Entre las novedades que ofrece la flamante locación, tenemos un servicio de seguridad, es decir un señor (tres en realidad, que se van turnando) que está sentado detrás de un mostrador a la entrada del inmueble, y pregunta que adónde va usted y a quién viene a visitar. A mí ya no me preguntan eso, porque ya me conocen y además tengo una tarjeta de proximidad para accionar el molinete que regula el acceso. Ah, porque además tiene molinetes y tarjetas de proximidad, el edificio. No, si es de lo más moderno, el edificio ¿no les dije?

Cuando llego por las mañanas, saludo al vigilante, le digo "buenos días" y si acaso agrego algo muy ingenioso, como "qué calor", o "cómo llueve". Terminada mi jornada laboral, un cordial "hasta mañana" suele alcanzar para cerrar la interacción social hasta el día siguiente, a menos que sea viernes, oportunidad en que haciendo gala de mi innegable don de gentes, digo "buen fin de semana".

Ahora bien, tengo la costumbre de salir de mi oficina y dar un paseo cada dos o tres horas, para despejar la mente y estirar un poco las piernas. También puede ser que baje a procurarme algo de alimento, o deba concurrir al banco, o necesite ir a buscar algo al auto, el asunto es que salgo y entro por la puerta principal del edificio no menos de tres veces al día, sin contar la primera ni la última.
Y en cada oportunidad, me encuentro con el señor de seguridad.
Y el señor me mira, porque no tiene otra cosa que hacer que mirar a la gente que entra y sale, y yo lo miro también, porque no puedo dejar de notar que me está mirando, y en cada oportunidad me pregunto cual es la conducta aceptable, la convención social que se aplica en estos casos. ¿Debería hablarle? ¿Debería ignorarlo? ¿Sería preferible hacer un gesto, como levantar las cejas, o inclinar levemente la cabeza?  He tratado de observar a otros vecinos, y al parecer todos intercambian una o dos palabras con el caballero. Pero no puedo saber si lo hacen en todas la oportunidades, o si tienen una frecuencia de interacción parecida a la mía. Digo, a lo mejor todos los demás entran al edificio y no salen hasta la tarde, o se van al mediodía, o vienen por la noche y se van por la mañana. Tal vez yo sea la única persona que entra y sale tantas veces por día. Ha adoptado diversas estrategias para ocultar mi ignorancia del protocolo de encuentro, algunas veces simulo estar revisando concienzudamente mi teléfono celular, otras me escabullo disimuladamente por detrás de un grupo de personas que va entrando o saliendo, en alguna ocasión pongo cara de estar completamente abstraído concentrando todos mis recursos mentales en un complicado problema imaginario.

No se si lo estoy haciendo bien.

Cualquiera que me viera evitando cualquier contacto con mis ocasionales compañeros de ascensor, o en todo caso limitándolos al mínimo indispensable, se preguntaría cuál es la razón que me compele a ser tan cuidadoso en mis relaciones con el personal de seguridad.

Es que, estimados lectores, esos muchachos tienen un considerable poder sobre nosotros. Pueden bloquear nuestra correspondencia, franquearle el paso a nuestros acreedores sin avisarnos para que tengamos tiempo de escondernos, impedir que un cliente pueda encontrarnos, quedarse con un regalo o devolver una compra que hicimos por teléfono. En resumidas cuentas, pueden complicarnos la vida con un mínimo esfuerzo, sin dejar rastros verificables. Imagino o sospecho que si no le caigo bien al guardia, cualquier día desactivará mi tarjeta y al intentar pasar por el molinete este no se va a abrir y la inercia va a hacer su trabajo y me voy a clavar una barra de acero en una zona ubicada peligrosamente cerca de mis partes nobles. O va a arrojar a la basura una citación judicial y me va a venir a buscar la policía  con patrullero y esposas. O, complotado con el encargado, me va a cortar la luz cinco minutos cada hora. O va a mezclar la líneas telefónicas y alguien de la competencia va a atender a mis clientes y se va a quedar con ellos porque los atenderá mucho más amablemente que yo, que estaré con los nervios de punta porque me cortan la luz a cada rato y me incrusto el molinete en la entrepierna todos los días.

Estoy preocupado. Tal vez mudarse no haya sido tan buena idea. Quizás deba intentar el teletrabajo.

Buenas noches.

miércoles, 3 de noviembre de 2010

99,9



Los vendedores de desinfectantes y otros menjunjes de similares propósitos anuncian con indisimulable orgullo que sus productos eliminan el 99,9% de bacterias, gérmenes y otros bichos de porquería. Esta afirmación demuestra una irresponsabilidad mayúscula, estimados lectores.



Usted, obnubilado por los porcentajes que estos mercaderes de la higiene le arrojan por la cabeza, podrá pensar :"Bueno, 99,9% es casi 100%. No está nada mal. Ya quisiera yo que algo me saliera 99,9% bien", y se quedará tan tranquilo mientras rocía "Defendonol" por toda la casa.

Comencemos por entender qué quieren decir esos números tan alegremente barajados. Un 99,9 % de cualquier cosa significa "novecientos noventa y nueve de cada mil". Sí, de verdad. Esto a su vez implica que uno de cada mil no está comprendido dentro de ese porcentaje. Vamos, es fácil, 1000-999=1. ¿Me sigue? Ah, porque me pareció que miraba al techo. 
Ahora bien, si el matabichos que usted compró bajo la impresión de que, luego de aplicado, su baño iba a ser más estéril que un quirófano elimina el 99,9 % de los microbios malos, entonces, suponiendo que en su baño había mil microbios, ¿cuántos quedan con vida después de la operación "Tormenta del Excusado"? ¡Oiga! ¿Qué está haciendo? No necesita una calculadora par...caramba, deje, deje, yo le digo, queda un microbio vivo. ¿Uno solo? ¡Lo piso y listo! , dirá usted, y yo me quedaré indeciso entre ilustrarlo sobre el significado de la palabra microscópico e irme a dormir con la convicción de que todo está perdido. 
Pero supongamos que usted no dijo eso, aunque le parezca razonable pensar que un solo bichejo tan pequeñito que ni puede verse no le va a causar ningún problema.

¡Ahí está! ¡Eso es lo que quieren que usted crea los fabricantes de desinfectantes!

Lamento decirle que está en un error. No es cierto, no lo lamento nada. Me encanta decirle que está en un error. 

A ver, póngase por un momento en el lugar del solitario bacilo, rodeado por los 999 cadáveres de sus parientes (porque estas sabandijas son todas parientes, no se si sabía). Un poco mareado por los efluvios tóxicos, tal vez tosiendo y sintiéndose débil, ¿cuál sería su reacción ante la brutal matanza? Le doy a elegir:

a) Pensaría : ¡Oh, Gran Citoplasma, qué horrible tragedia acaba de ocurrir! ¡Todos mis cófrades han sido exterminados!  ¿Y a quién debo señalar como artífice de esta masacre? ¿Acaso al humano, que no ha hecho otra cosa que defenderse de nuestro ataque? ¿Acaso al fabricante que puso en sus manos el arma letal que nos ha derrotado con tanta eficacia? No, los responsables somos nosotros mismos, que hemos llevado adelante esta absurda confrontación desde el principio de los tiempos. Es hora de detener esta locura. Transformaré este dolor en sabiduría, y me dedicaré a hacer el bien: en vez de esparcir horrendas enfermedades entre hombres y animales, iré a vivir con mis semejantes en la flora intestinal, donde prestaré valiosos servicios descomponiendo alimentos y reforzando el sistema inmunitario. O tal vez me dedique a comer petróleo y ayude a evitar desastres ecológicos.  Será el mejor homenaje que pueda hacerle a la memoria de Carlitos, Etelvina, Marcelo, Raúl, Adriana, Hilario...(siguen 993nombres).

b) Pensaría : ¡ARGHHHHHH! ¡VENGANZA! ¡MALDITOS, MALDITOS HUMANOS! ¡Han exterminado a toda mi familia, pero no nos han derrotado! ¡YO ESTOY VIVO, COBARDES! Esta fue una batalla, la guerra continúa. Seguramente habrá más como yo, sobrevivientes, inmunes a la tecnología destructiva de estos ridículos seres llenos de células. ¡Nos reuniremos, y formaremos una resistencia! ¡Inventaremos nuevas enfermedades, tan raras que les tendrán que poner el nombre de cada enfermo! ¡Los vengaremos, Carlitos, Etelvina, Marcelo, Raúl, Adriana, Hilario...(siguen 993 nombres) ! ¡MHUEJEJEJEEE! ¡MBHUEHEHEE...COF! ¡COF! ¡COFCOFCOFCOF! ¡ARGHHH....MALDICIÓN!

Obviamente el gusarapo supérstite reaccionaría como en b), habida cuenta de que los bacilos son dañinos por naturaleza. No es un prejuicio mío, vaya y pregúntele a un bacilo cuál es su ocupación, e invariablemente le contestará "causar enfermedades, por supuesto". Son así, es lo que hacen. Se les podrá cuestionar su vocación, pero nunca su coherencia.

Y es así, estimados lectores, que los fabricantes de matagérmenes nos están condenando a un futuro espantoso, porque dejan vivo a uno de cada mil que matan.  No sé por qué lo hacen. Tal vez hayan negociado algún salvoconducto, un pacto por el cual ellos y sus familias serían respetados en las plagas venideras. Y todo a nuestras espaldas. Pero, traidores de pacotilla, han vendido a la raza humana por nada.
Las bacterias no tienen honor.

Buenas noches.

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