A mucha gente le gustaría salir en televisión. Si no nos limitamos a la televisión abierta o a las señales pagas, casi todos lo hacemos sin advertirlo.
Comprando en un centro comercial, haciendo un trámite en una dependencia pública o un banco, circulando con su automóvil por una autopista, preparándose para subir a un avión o caminando tranquilamente por la acera siblando una tonadilla irlandesa, usted está siendo controlado, monitoreado y analizado por las omnipresentes cámaras de seguridad.
Casi no quedan espacios donde estos simpáticos dispositivos no entreguen su imagen a un grupo de personas que las observan, ya sea en tiempo real o luego de ser almacenada.
No es esta, por cierto, una buena época para ser paranoicos. O tal vez sea al revés, y los paranoicos estén de parabienes ya que ven todos sus delirios justificados en el hecho incontrastablede que, efectivamente, están siendo vigilados.
Hay quienes piensan que esta supervisión generalizada es un atentado contra la privacidad. A mí me tiene sin cuidado. Verán, como ya he manifestado en varias oportunidades, estoy completamente a salvo de cualquier intromisión a mi intimidad: llevo una vida particular insobornablemene aburrida.
El informe diario sobre mis actividades presentado por el equipo de espías asignados a mi seguimiento sería invariablemenete el mismo: "sin novedad". Sería, mi caso, un obstáculo para cualquier carrera en el espionaje.
Uno supondría que la presencia de cámaras en todas partes serviría de disuasivo para aquellos individuos que cometen tropelías, pero a juzgar por los programas de televisión que justamente se basan en la difusión de las imágenes obtenidas por los aparatos, no parece ser el caso. En efecto, vemos allí a toda clase de cacos, pendencieros, asaltantes, infractores, inciviles y gente de avería cometiendo tranquilamente sus delitos a la vista del ojo electrónico. Y no me digan que no saben que los están registrando en video. Si los ciudadanos temerosos de la ley detectamos fácilmente los domos en las calles y las lucecitas rojas en los comercios, con mayor razón debería hacerlo quienes tienen como condición de oficio el sigilo.
Sospecho que no solamente lo saben. Lo disfrutan. Luego de una intensa jornada de latrocinios, estos amigos de lo ajeno deben reunirse en sus guaridas a ver (en un televisor robado, naturalmente) el programa Las Cámaras de Seguridad Más Pulentas y a burlarse del pata de catre porque lo cazaron sustrayéndole la cartera a una anciana que, lejos de amilanarse, le propinó bastonazos como para repartir. "Jo,jo,jo, estás hecho un chancho", dirán, y pata de catre protestará diciendo que "las cámaras de seguridad te hacen ver cuatro kilos más gordo".
La tecnología de vigilancia exhibe sus mejores logros en los aeropuertos. Allí, a raíz de la existencia de personas muy piadosas que ansían llegar a un paraíso donde serán recompensados con una cantidad variable de vírgenes (no estamos muy seguros de que esta sea una verdadera recompensa, pero vaya uno a saber) mediante el sencillo trámite de hacer que un aeroplano en vuelo se convierta en una redundancia y vuele a su vez, pero en pedazos, la observación de la conducta y las pertenencias de los pasajeros se convierte en una obsesión.
No hay solamente cámaras de video en los aeropuertos, hay escáneres de rayos x, unas máquinas que son como narices electrónicas que detectan explosivos (afortunadamente nadie inventó nada que explote sin olor) y últimamente han comenzado a instalar unos aparatejos que muestran la imagen del potencial bombardero, desnudo.
Sí, señores. Uno se para en un lugar y lo ven desnudo en una pantalla , aunque no se saque la ropa. Por supuesto, mucha gente se escandaliza por eso, lo consideran una vejación inaceptable.
A mí, otra vez, me tiene sin cuidado. El problema de ver mi cuerpo cerril en toda su decadencia es del vigilante, no mío. Que se aguante. Además, no es que la imagen sea nada que pueda publicarse en Playboy, es algo más cercano a la tecnología médica que al erotismo.
Entre los detractores de esta maravillosa herramienta hay quienes dicen que entre los que están mirando las pantallitas puede haber depravados que se regodean viendo gente desnuda. Yo digo: ¡Ojalá que los haya, ojalá que sean todos mirones!. Cualquier persona normal, con el tiempo, se aburriría de ver las imágenes, empezaría a distraerse, tal vez desviaría la mirada de su monitor para ver a alguien vestido, y entonces ¡zas!, el loco de las vírgenes pasaría con un kilo de explomuchísimo pegado debajo de la axila. Y a lo mejor ese día nosotros, que lo tenemos de compañero de viaje, no teníamos ganas de esparcirnos sobre, digamos, el desierto de Nevada.
Los degenerados, en cambio, no perderán detalle, con los ojos enrojecidos escrutarán cada centímetro cuadrado de humanidad, cada codo, cada pantorrilla, cada hueco poplíteo. Llegarán muy temprano a su trabajo, se irán tarde. Probablemente cobrarán poco, inluso algunos serán voluntarios, y el aeropuerto podrá ahorrarse algún dinero y poner, por ejemplo, un papel higiénico más suave en los baños.
Por otra parte, dado que es muy poco probable que la seguridad aeroportuaria se relaje en los próximos años, prefiero que el refuerzo venga por el lado de la tecnología. De otra manera, las revisiones más exhaustivas serán artesanales, con la consiguiente pérdida de tiempo y aumento de la incomodidad.
No sé ustedes, pero yo escojo a mil libertinos imaginándose cualquier guarrada mientras me ven en traje de Adán en sus pantallas, antes que al más amable y cuidadoso de los agentes del orden poniéndose guantes de látex y disponiéndose a llegar a mi última frontera mientras me pide que me relaje, por mi bien.
Buenas noches.