Como veníamos diciendo, el azar es parte insoslayable de las actividades humanas, y si bien tenemos formas de protegernos de él o al menos incluirlo en nuestros cálculos, no nos queda otra alternativa que aceptar que no podemos controlarlo. Pero esto no nos gusta. Tan así es, que para conjurarlo inventamos la suerte.
La suerte es un vergonzoso intento de domesticar al azar. Como en el fondo sabemos que a este último no hay manera de evitarlo, entonces creamos una especie de intermediario, que, dentro de la concepción mágica, es pasible de ser sobornado.
Es que la suerte se puede mejorar, y también se puede empeorar. No hay mal azar o buen azar, pero si hay buena o mala suerte. Prácticamente todas las supersticiones se refieren a eso. Y los amuletos no nos protegen de una inspección de Hacienda o de los gérmenes, sino de misteriosas fuerzas malignas. (De acuerdo, los inspectores de Hacienda pueden ser calificados como malignos, pero son personas de carne y hueso, o al menos ejercen una simulación bastante solvente).
Cuando alegremente un brujo o bruja anuncia que es posible hacerle un daño a un prójimo que nos cae gordo, normalmente se trata de producirle un inesperado acceso de mala suerte. Pero claro, el prójimo afectado también tiene a su disposición cierta cantidad de recursos para contrarrestar la excomúnica. O sea que va a haber dos tipos pagándole a dos vivillos que se las dan de hechiceros para que al final las cosas queden como estaban. Cuando no es el mismo brujo es que hace los dos trabajitos. Una estafa, señor, una estafa y todo porque usted cree en esa paparruchada de la suerte.
Una de las reacciones más frecuentes con las que me encuentro cuando me subo a las mesas de los restaurantes y los techos de los automóviles para proferir a voz en cuello que la suerte no existe, es que mis ocasionales acompañantes me digan que baje de ahí, que deje de hacer papelones y que si sigo así me van a meter preso. La que le sigue en frecuencia es una objeción basada en el anecdotario personal del objetor, que refiere a un conocido al que siempre le van bien las cosas, es decir, tiene buena suerte. (Curiosamente, nunca hablan de un individuo al que todo le sale mal, probablemente porque la gente suele alejarse de tales personas, entendiendo que la mala suerte es contagiosa). Mi respuesta a ello es que en efecto, hay quienes disfrutan de un don especial, pero no es el de atraer la fortuna porque sí (o porque se compraron el Adoquín Electromagnético del Dr. Zamudio) sino el de reconocer las oportunidades y tomarlas. Además, uno se entera de los éxitos, pero no de los fracasos a menos que sean señores fracasos, de esos que nos dejan caminando desnudos por la calle y arrojándole nuestras propias heces a los transeúntes. Y por último estos señalados sujetos suelen tener la virtud de la persistencia.
En mi adolescencia, yo tenía un amigo que parecía tener suerte con las mujeres. No había prácticamente oportunidad en la que el muchacho no hiciera algún contacto exitoso. Y me apresuro en aclarar que no estaba particularmente bendecido por la genética. El caso merecía cierto estudio, aunque más no fuera para ir juntando lo que él desechaba, y rápidamente advertí que el petiso tenía una virtud invaluable, que nada tenia que ver con influjos misteriosos: era inmune al rechazo. Nunca se desanimaba, interpretaba una negativa como una cuestión de opiniones, y sin disminuir un ápice su autoestima, se dirigía a la próxima candidata. Desde el punto de vista de la probabilidad, el tipo lo que hacía era aumentar la frecuencia de casos favorables repitiendo el suceso una y otra vez. Ninguna suerte.
Una manifestación de ese deseo de influir sobre el desarrollo de los acontecimientos por medio de acciones descabelladas (adelante, hagan el chiste fácil, no me ofendo) es la que se pudo observar recientemente con motivo de ese asunto del mundial. Las cábalas. Gentes que uno podría calificar de perfectamente razonables, se volvieron majaretas y juraron que usar el mismo par de calcetines que usaron en el partido de la tercera ronda del campeonato de 1986 habría de mejorar la oportunidad de triunfo para unos millonarios que corrían en calzoncillos a 8000 kilómetros de distancia. Hay que decirlo de una vez, esto es completamente irracional : ninguna persona decente guarda un par de calcetines durante veinticuatro años.
La suerte, si existiera, sería injusta. Porque quienes tuvieran más talismanes indudablemente tendrían más suerte, y probablemente en desmedro de los que no tuvieran ninguno. Me pregunto por qué entonces no hay revueltas reaccionando ante esa injusticia y por qué los suertudos no son tan atacados como los ricos. ¿Será porque se piensa que la suerte es caprichosa y le puede tocar a cualquiera? En ese caso sería bastante parecida al democrático azar, y los talismanes no servirían más que para acrecentar la fortuna (desde el punto de vista crematístico) de quienes los comercializan. Una curiosa contradicción, diría yo si no estuviera acostumbrado a las contradicciones que aparecen casi fatalmente cuando uno rasca un poquito sobre la superficie de las patrañas.
Otro aspecto muy antipático de la suerte se produce cuando alguien, en forma completamente arbitraria y fruto de una malintencionada interpretación de las casualidades, es tildado de yeta, mufa o piedra, apelativos que se utilizan para denominar a una persona que presuntamente atrae la mala fortuna. Quien sea estigmatizado de esta manera verá dificultada su vida sin ser efectivamente responsable de nada. (Estamos hablando, claro, del aspecto supersticioso de su responsabilidad, de su pretendida influencia en el clima o la performance de un caballo en el hipódromo, no de sus decisiones, pongamos por caso, como Presidente de la Nación).
Lo curioso de estos personajes es que se dice que atraen la mala suerte para los demás y no para sí mismos, lo que los convierte en algo digno de repudio. Pero, como las paparruchadas siempre se equilibran con otras paparruchadas, hay métodos para defenderse de las influencias de los mufas, que son sencillísimos y gratuitos. (Sin embargo no son adecuados para ejercerlos con mucha ostentación y en ceremonias formales, como podría ser la jura de legisladores en la Honorable Cámara de Diputados de la Nación).
Finalizando, la suerte no es más que la representación mágica que las personas supersticiosas tienen de los fenómenos aleatorios, y si bien la palabra se usa a veces para denominar al azar, no son la misma cosa.
Y si no están de acuerdo conmigo, pues mala suerte.
Buenas noches.