El tren se deslizaba lentamente sobre los rieles, y me dispuse a disfrutar de los treinta y siete minutos que duraría mi viaje, de acuerdo con el horario que había tenido la precaución de estudiar.
A manera de entretenimiento calculé que, para cumplir con el itinerario, la velocidad promedio del convoy debería ser de unos cuarenta kilómetros por hora, seguramente con trayectos más veloces para compensar las marchas lentas en las estaciones intermedias . Y claro, teniendo en cuenta que habíamos salido con un retraso considerable, esperaba un notable incremento de la celeridad, ya que era impensable que el maquinista decidiera que las pautas temporales en las que confiaban una multitud de pasajeros pudieran ignorarse sin consecuencias.
Con esto en mente, pasé a calcular la rapidez con la que nos desplazábamos. Utilicé para ello una técnica muy sencilla, que recomiendo a todo aquél que desee saber a qué velocidad se traslada, ya sea para pronosticar el tiempo estimado de arribo a su destino o para solazarse aplicando los bellos y simples principios de la Física. Los lectores sociables también podrán hacer de este ejercicio una excusa para iniciar una conversación.
El procedimiento consiste en tomar un punto de referencia fijo al vehículo en el cual nos estemos moviendo cuya ubicación permita la vista exterior. Algo que esté junto, encima o forme parte de una ventana es especialmente adecuado para nuestro propósito. Una vez elegida la referencia, nos concentraremos en encontrar en el paisaje que se desplaza ante nuestros ojos un elemento que se repita regularmente y cuya distribución espacial sea conocida. Buenos ejemplos de esto son los postes de iluminación, los hitos en las rutas, las esquinas en las ciudades. Malos ejemplos podrían ser vacas, señores con sombreros verdes y sedes del Partido Demócrata Progresista.
Es fácil deducir lo que sigue: debemos ubicarnos de manera que nuestra visión abarque el punto de referencia fijo y el elemento relativamente móvil externo al mismo tiempo, y contar los segundos entre la aparición de dos elementos similares. A partir de allí, sabiendo que v=e/t (*), el cálculo resulta trivial. En mi caso tomé como referencia fija un tornillo curiosamente salido del marco de la ventana, y como elemento exterior repetible las bocacalles que en virtud de nuestro movimiento relativo parecían pasar delante de mis ojos. Fue sumamente placentero computar que, sabiendo que las bocacalles están a cien metros de distancia entre sí, y pasaban quince segundos entre sucesivas apariciones sobre mi punto fijo, nos movíamos a veinticuatro kilómetros por hora..
Así lo anuncié a mis ocasionales compañeros de travesía, que me dedicaban unas miradas algo extrañas. Es probable que el hecho de que debido a mi necesidad de minimizar errores de paralaje y perspectiva me encontrara tapando un ojo con una mano, con la cabeza inclinada en un ángulo poco habitual y con una rodilla apoyada en el suelo tuviera algo que ver.
La noticia no pareció importarles mucho, a decir verdad. El más interesado fue el caballero de dilatada silueta, que luego de echar un vistazo a un reloj de pulsera que a mí me hubiera servido perfectamente como cinturón, soltó otra carga de aire sazonado.
Debo confesar que me desilusionó un poco que nadie me preguntara cómo había llegado a conocer nuestra velocidad, y me resistí a la tentación de enseñarles la técnica de todas maneras. Algunas veces la gente, simplemente no quiere saber.
Yo sí sabía. Sabía que de no aumentar drásticamente la rapidez de la formación, mi viaje de treinta y siete minutos se vería transformado en uno de poco más de una hora. Esta perspectiva me fastidió un poco, me preocupó otro tanto, pero lo que más hizo fue despertarme el apetito, así que, un poco mosqueado por la frialdad con que habían tomado el certero dato que les acababa de entregar, pregunté a mis compañeros de asiento hacia dónde debía dirigirme para encontrar el coche comedor.
(Continuará)
Buenas noches.
(*)Donde v = velocidad
e = distancia
t = tiempo