En pocos días abandonaré mi último departamento de Soltero Urbano para mudarme a una casa en las afueras de la ciudad.
Como parte de los arduos preparativos de la mudanza aparece la oportunidad de deshacerse de una cantidad de objetos que se vienen acumulando hace años en cajones, cajas, carpetas, bolsas y recipientes varios.
Todavía recuerdo cuando gané mi independencia y me convertí en un Soltero Urbano. La mudanza fue de lo más sencilla; sólo me llevé lo imprescindible, compuesto en su mayor parte por indumentaria que cabía cómodamente en un bolso de viaje. El resto lo dejé en la casa de mis padres, y no era un resto muy voluminoso que digamos.
A lo largo de los años la inagotable capacidad del ser humano para rodearse de cosas se fue manifestando inevitablemente y cada movimiento fue más dificultoso que el anterior.
Así llegamos a este momento en que acumulo en mi departamento todas las cosas que fui agregando a mi patrimonio, más aquello que había permanecido en la casa paterna (que mis padres me querrán mucho, pero tampoco es cuestión de utilizarlos de depósito) más toneladas de papeles, facturas y documentos que legalmente no me permiten tirar o utilizar para envolver pescado.
Se impone, pues, una decidida selección de aquellos elementos que revisten la jerarquía de trasladables para proceder a su embalaje y posterior transporte y separarlos así de los destinados al relleno sanitario.
Afortunadamente no soy un sentimental. Puedo proceder con la mente fría y sin atisbo de arrepentimiento a desechar toda clase de recuerdos de viaje que no hayan sido concebidos como tales. Paso a explicarme: si en un viaje compré una gorrita de baseball con el logo del equipo de la ciudad visitada, es evidente que lo hice con toda intención y eso es un recuerdo. Pero los boletos del tren, el menú del restaurante y la entrada al Animal Kingdom son papeles, y a la basura. Algunas veces guardo los mapas de las ciudades, pero eso es porque tienen alguna utilidad. Todavía no se la he encontrado, pero seguro tienen alguna. No sé, a lo mejor si los utilizo mientras cuento alguna anécdota puedo dotarla de una especie de verosimilitud documental. Claro que eso me obligaría a cargar los mapas todo el tiempo, nunca se sabe cuando se debe contar una anécdota sobre algo que sucedió, pongamos por caso, en Frankfurt.
Otro rubro que no me plantea problema alguno es (y griten de horror las damas presentes) el de las antiguas cartas de amor. Las considero algo escrito por una persona que ya casi ni conozco bajo el influjo de unos sentimientos que han desaparecido y que tuvo por destinatario alguien que ya no soy yo. Pueden ser, además, el doloroso recordatorio de un fracaso, o de una vergüenza, o de un fastidio. Por otra parte, a no ser que se hayan tenido romances con Laura Esquivel o Isabel Allende estas misivas suelen tener la impronta de una escritura adolescente e insoportablemente cursi. Prefiero recordar los amores pasados bajo el sutil velo del tiempo y la memoria y no con la crudeza casi obscena de una ortografía descuidada y una sintaxis errante. A la basura con ellas.
Va inmediatamente con destino al Ejercito de Salvación o institución equivalente cualquier prenda de vestir que no haya sido utilizada al menos en un año. Es fácil reconocerlas, suelen tener una fina capa de tierra adherida a su superficie y el olor característico de las catacumbas romanas. Algunas están nuevas porque fueron el presente de cumpleaños de alguien que no nos conoce mucho y tiene un insobornable mal gusto. Es momento también de desechar prendas gastadas agujereadas, manchadas, y aquellas que guardábamos porque cuando nos pusiéramos en forma nos iban a volver a quedar bien. Las medias solitarias que han perdido a su compañera se van. Está permitido sin embargo guardar esa camiseta deteriorada, desteñida y deformada que nos gusta tanto. Así somos los hombres.
Los libros no se tocan. No puedo tirar un libro, tengo una cuestión con los libros. No es negociable, lo siento. Las fotografías tienen un valor documental, y tampoco ocupan tanto lugar. Se salvan.
Tarjetas de negocios de señores que ya no me acuerdo quiénes son pero que seguramente ya no ocupan más el cargo de Auditor Adjunto de Perfoverificaciones Comparadas de la Compañía General de Máquinas de Oficina no resisten el menor análisis. A la hoguera.
Y así llegamos al grupo de objetos que me pone en serios problemas. Partes, piezas, repuestos, máquinas, cualquier dispositvo mecánico, elécromecánico, electrónico o eléctrico.
Cuando observo la notable colección de tecnología obsoleta o inservible que he logrado reunir me vienen a la mente los cientos de diseñadores, científicos, técnicos, operarios que deben haber intervenido y las miles de horas-hombre que se han invertido en fabricar las maravillas que se amontonan en los rincones de mi actual vivienda. Me asalta también la fantasía de poder utilizar piezas de varios aparatos para construir algo nuevo, qué se yo, a lo mejor un escudo energético personal o un control remoto para abrir la puerta del garaje del vecino. No me digan que no les gustaría tener alguno de esos. Recuerdo entonces que apenas si domino en una forma incompleta y lunar los rudimentos básicos de la electrónica y probablemente terminaría destruyendo tres o cuatro cosas sin lograr nada. Ah, pero sería divertido intentarlo. Por otra parte los artículos electrónicos poseen una belleza que va más allá de su diseño. Caramba, esos circuitos tan elegantemente proyectados, esa economía de espacio, esa eficiencia. Va más allá de mis capacidades apreciar estas cosas en profundidad, pero las intuyo.
No me puedo decidir a arrojar a la basura ese módem de 2400 baudios, ese cable tan raro que no puede conectar nada que yo conozca, ese adaptador para un teléfono celular que no se fabrica hace diez años, esos cacharritos llenos de motorcitos, lucecitas, palanquitas, botoncitos y displays luminosos.
Debo hacerlo, no tiene ningún sentido acumular cosas inservibles, pero ¡ay! cómo me cuesta. Ayer destripé un viejo lector de CD-ROM que ya no funcionaba para recuperar el láser. No tengo la menor idea de lo que voy a hacer con eso pero es un avance, de un aparato del tamaño de un libro mediano extraje un elemento que ocupa menos espacio que una moneda y deseché todo lo demás.
Ahora que lo pienso, esa no es mala estrategia. Le sacaré los servomotores a la lectora de zip drives, la pantalla de cristal líquido a los teléfonos, los pequeños tornillos al resto de los aparatos, guardaré todos los cables, las fuentes de poder, los resortes, los parlantes, uno o dos transitores, algunas bandas de goma, uno que otro LED, arandelitas de plástico (utilísimas para amortiguar vibraciones), engranajes y ejes. Eso puede guardarse fácilmente en una caja no demasiado grande. Y puede servir para algo, seguro que sí. Mi futura casa va a necesitar un sistema de riego automático.
Buenas noches.