Supongamos que un día nos levantamos de la cama decididos a arreglar de una vez por todas ese maldito indoro que gotea y adereza nuestras noches con un constante "pliquiti-pliquiti-plic".
Supongamos también que somos uno de esos hombres chapados a la antigua que se sienten levemente emasculados si tienen que recurrir a los servicios de un especialista para que haga lo que ellos podrían hacer perfectamente.
Entonces inflamos el pecho, nos arremangamos y sacamos nuestra caja de herramientas (si usted no tiene caja de herramientas no siga leyendo, vaya tranquilo, vaya, léase unos poemas, corte algunas flores y retoze desnudo por el prado) y desenroscamos, golpeamos, desarmamos, descubrimos, forzamos y manipulamos hasta que encontramos que el origen del problema está en un pedacito de metal que enrosca en otro pedacito de metal, y que está rajado. Y felicitándonos por nuestra pericia para diagnosticar pérdidas en inodoros que hacen "pliquiti-pliquiti-plic", vamos raudamente a la ferretería más próxima a conseguir el repuesto.
Allí nos atiende un individuo mal entrazado y con aspecto de estar sufriendo de cólicos renales que escucha nuestra explicación de "es un cosito redondo de metal que va en el cañito que sale de atrás del inodoro y se enrosca en la parte del tubo que se mete en la pared" exteriorizando una mezcla de desprecio, asco e indiferencia. (Sí, los ferreteros tienen mala traza, pero son muy expresivos). Luego de permanecer en silencio el tiempo suficiente para hacernos sentir como una especie de insecto especialmente repugnante, el homínido realiza un contraataque letal : "¿Quiere una cupla Hunchtington doble con boquilla expansiva, o una Wercester estándar?"
Acusamos el golpe. Parpadeamos. Balbuceamos. "Es como un tubito..."
Nuestro contrincante entrecierra su ojillos porcinos. Paladea el momento. Le estamos alegrando el día, ha encontrado una presa fácil, una víctima inerme, el ciervo que tiene una pata más corta y no puede correr. Continúa interrogando. "¿De qué marca es el inodoro?"
Ah, eso sí lo sabemos. "Zenitram". Ahí tiene, no nos va a agarrar tan fácilmente.
"¿Línea Módena, Florencia, Venecia, Roma, Sicilia o Córcega?", pregunta el muy listo.
Definitivamente lo está disfrutando. Demonios. No sabíamos que los inodoros tuvieran tanto pedigree. Nos rendimos. "¿Y si mejor le traigo la pieza?".
Un par de horas después (el maldito tubito que enrosca en el otro tubito se resistía) volvemos a la ferretería y depositamos con cierta violencia el pedazo de metal sobre el mostrador.
"¿Qué es esto?", pregunta el empleado, mirando el origen de nuestro desvelo sin tocarlo, como si fuera material radioactivo. En parte lo comprendemos. Lo que llevamos está cubierto de incrustaciones, presenta signos de haber sido extraído con herramientas inadecuadas por un operario muy torpe, tiene el aspecto de una reliquia del Titanic.
Explicamos nuevamente un poco avergonzados: "Es el tubito de la parte de atrás del indoro, que se conecta con el..." no nos deja terminar. Se va hacia el fondo del local, abre cajoncitos y más cajoncitos llenos de piezas estrafalarias mientras resopla y murmura. Unos minutos después vuelve con algo reluciente que se parece tanto a lo que trajimos como una Ferrari a un Ford A.
Lo miramos. Nos mira. "Es la cupla Wercester de un inodoro Zenitram línea Módena", dice, y se queda tan contento. Tímidamente, preguntamos "Pero...¿sirve lo mismo?. Parece un poquito más grande". "Es lo mismo", contesta mientras lo envuelve en papel de diario y nos lo deja ahí sobre el mostrador. Suponemos que hay una especie de superstición entre los ferreteros que indica que no hay que entregar la mercadería en mano del cliente. Pagamos, decimos "gracias" y "buenas tardes" e interpretamos que el resoplido con que nos obsequia es una especie de saludo.
Ya enfrentados con el inodoro, con la brillante cupla Wercester en una mano y una llave inglesa en la otra (si usted no tiene una llave inglesa, no se preocupe, deje de leer esto que no es para usted, vaya, vaya a jugar con su colección de "pequeños ponys") dedicamos las próximas tres horas a intentar unir tres partes que no parecen estar diseñadas para acoplarse tan alegremente. Blasfemamos, transpiramos, pero nada. Tal como los sopechábamos, no era un cupla Wercester lo que hacía falta, tal vez sea un niple Martiglade, un codo Fishborne o un pedazo de estopa, pero definitivamente no es una cupla Wercester.
Ahora bien, llegados a este punto tenemos dos opciones. La primera es volver a la ferretería indignados a increpar al Lord of the pipes por su error, quien probablemente nos desarme diciendo "Ah, otra cosa no tengo", y la segunda es hacer gala de nuestro ingenio y arreglarnos con lo que tenemos.
La satisfacción de lograr algo por nuestros propios medios sorteando toda clase de dificultades, sufriendo la carencia de medios adecuados, batallando y superando nuestra propia impericia es comparable al sexo, incluso al sexo en el que participa otra persona además de nosotros.
Esa noche nos acostamos y disfrutamos del silencio, hemos doblegado al inodoro rebelde mediante el uso de nuestra inteligencia superior y unos cinco kilogramos de un producto sellador que encontramos en el fondo de un cajón de la cocina. La pérdida ha sido amordazada por un ingente bodoque de pasta que lentamente irá fraguando hasta convertirse en algo indistinguible del metal, y probablemente sea más duradero que éste. Hemos triunfado.
A la madrugada nos despertamos debido a una urgencia urinaria, vamos al baño, nos aliviamos rápidamente y presionamos el botón de descarga del inodoro. Regresamos a la cama como zombies.
Y entonces lo escuchamos.
"Pliquiti-pliquiti-plic".
Buenas noches.