Antes del artículo, algunas noticias domésticas:
-Nuevamente estoy sin Internet en mi casa, gracias Fibertel, te queremos, te queremos.
-Agradezco a La Mascarada, que en su blog
La Mascarada dice me nomina para un premio que se llama
Thinking Blogger Award, algo así como
Premio al Blogger Pensante. Muchas gracias, seguramente debe ser un error, pero demasiado tarde, ya lo agarré. Era el único que me faltaba de esos que andan dando vueltas por ahí, así que ya tengo la colección completa. Hasta que alguien invente otro, claro.
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El Lic. Juan de los Palotes Medrano nos ha enviado su artículo. Me dicen mis abogados que debo aclarar que no soy responsable de lo escrito y que por cualquier cosa se dirijan al Lic. Palotes. Tal vez los lectores que no son argentinos no logren captar el contexto histórico particular de la narración, pero es igual de disfrutable sin eso.
(Licenciado, espero que se haga cargo de los comentarios ).
Una de las cosas que me gusta de internet, es la posibilidad de dejar un registro de lo que pensamos, vivimos y sentimos, para que nuestros nietos, y los nietos de nuestros nietos, puedan conocer fácilmente esas experiencias, cuando nada quede de nosotros en este mundo.
Los quejosos de siempre me dirán que esto era ya posible desde la invención de la escritura, y mucho más desde el desarrollo de la imprenta, pero aún así, me parece evidente que internet ha multiplicado (y facilitado) muchísimo ese proceso, y ya no es necesario ser un filósofo consagrado, ni un literato excelso, ni un millonario, ni un gobernante, para escribir cualquier cosa, sobre cualquier tema, y ponerla inmediatamente a disposición del mundo entero, para siempre.
Esto me hace envidiar un poco a quienes nacerán –pongámosle- en el 2207, pues tendrán la posibilidad de conocer nuestras ideas, nuestros sueños, nuestros miedos, y nuestras vidas, mucho mejor de lo que nosotros hemos conocido a quienes nacieron hace doscientos años.
Me pregunto, por ejemplo, que nos hubieran contado los bloggers de la época durante el régimen nazi, o durante los primeros años de la colonización americana. Sobre ambos períodos tenemos excelentes obras (me vienen a la memoria el Diario de Anna Frank, y las crónicas de Ulrico Schmidel), pero no dejan de ser visiones particulares, y por tanto incompletas, de lo que la gente vivió en aquellos momentos de la historia.
En el caso particular de la Argentina (este extraño país que alguna vez se creyó Golliat, y así le fue), pienso que sería especialmente bueno conocer mejor las experiencias de los hombres y las mujeres que aquí vivieron y murieron, para entender mejor nuestro pasado, y no caer en las simplificaciones pueriles tan de moda hoy en día, según las cuales toda sociedad se divide entre buenos buenísimos y malos malísimos (el estilo Pigna, que le dicen).
Por desgracia no podemos llevar internet al pasado, ni dotar de materia gris a Pigna. Lo que podemos hacer, es rescatar nosotros las anécdotas que nuestros mayores nos han contado a lo largo de nuestras vidas, y dejarlas plantadas en este rincón del espacio, para que alguien, algún día, en doscientos, quinientos, o mil años, pueda aún conocerlas, y nutrirse de ellas.
Con ese espíritu, contaré ahora una pequeñísima historia ocurrida en el seno de mi familia paterna, que si bien no interesará seguramente a ningún historiador, puede servir para pintar el grado de polarización –y también de intolerancia– que se vivía en la Argentina hacia finales de los ’40, principios de los ‘50:
Transcurría el primer gobierno de Perón. Un grupo de chicos de 9, 10, o 12 años, se juntaba todas las tardes en las calles de su barrio, Palermo, para jugar a la pelota, a la escondida, o simplemente para pasar el rato. No había grandes apuros, y las horas de esas tardes pasaban lentamente, junto a los tranvías que aún fatigaban las calles de Buenos Aires.
Un día, uno de esos chicos escuchó en la radio una increíble revelación: Quien escribiera una carta a Evita Perón pidiéndole algo, cualquier cosa, lo recibiría en su casa sin costo alguno, más rápido incluso que si se lo pedía a los Reyes Magos (que por aquel entonces, eran bastante más populares que Papá Noel).
El notición no tardó en difundirse entre los chicos de aquella barra, y fue así como “Cachito” (mi papá) redactó con esmero una prolija carta dirigida a la “abanderada de los humildes”, que pronto -y sin que se enterase mi abuela- despachó en el correo.
Pasaron unos pocos días hasta que un inmenso camión se detuvo frente a la puerta de su casa, y entregó un paquete dirigido a él. Al abrirlo, Cachito encontró una reluciente Nro. 5, que inmediatamente corrió a exhibir a sus amigos.
En este punto la historia se vuelve algo difusa, pero lo cierto es que, pese a tan extraordinaria demostración de generosidad por parte de la ‘jefa espiritual de la nación’, Cachito no tardó en tomarle fastidio, y de hecho unos años después, festejaría como uno más la caída de aquella banda.
Desde siempre conocimos con mis hermanos la historia de aquella pelota que le había regalado Evita, aunque al preguntarle porqué había sido tan ingrato con ella, una vez se sinceró: Si, es cierto, la pelota me la mandó, pero después le escribí para pedirle unos patines, y nunca jamás me llegaron!
La cosa no pasó de ahí, y cada vez que se recordaba esta anécdota en mi familia, sólo servía para ratificar lo que todos creíamos (y creemos) sobre Perón, y su patético legado.Hace unos años, sin embargo, y siendo mi abuela ya muy mayor, tuvimos que vaciar algunos placards de su casa a raíz de una mudanza, y en lo más alto (y profundo) de uno de ellos, encontramos un extraño bulto, envuelto con papel de diario y atado con vetustos piolines.
Antes de abrirlo, interrogamos a mi abuela sobre su contenido, pero con un gesto de indignación que no llegamos a entender, sólo atinó a decir: “Tiren esa porquería”.Lejos de extinguir nuestra intriga, esa orden terminó por interesarnos en el paquete, por lo que esperamos que se distrajera, y nos escondimos en el baño para abrirlo sigilosamente.
La verdad es que al ver el contenido de aquel enigmático paquete, nos desilusionamos bastante, y si mal no recuerdo, pronto lo dejamos por ahí arrumbado, para seguir vaciando los placares y roperos que quedaban. Sin embargo, en seguida notamos algo extraño en la expresión de “Cachito”, quien había clavado sus ojos sobre aquellos objetos metálicos, y luego de unos segundos sin articular palabra, atinó a preguntar a mi abuela: Pero, mamá! ¿Entonces…..? No me digas que…
Y fue en ese momento que mi abuela se quebró, y entre risas confesó que, medio siglo atrás, un camión había llamado a la puerta de la casa, y le había dejado un par de flamantes patines, que la ‘Fundación Eva Perón’ había decidido regalar a su Cachito. Aprovechando que éste estaba en ese momento en la escuela, ella los había envuelto con lo primero que encontró, y los había guardado en el lugar más recóndito que se le ocurrió, donde durmieron hasta que el destino quiso que los encontráramos.
Alguna vez he pensado que quizás, y sólo quizás, si ese camión hubiera llegado un rato más tarde, yo podría haber sido un peronista más, de esos que todavía se emocionan al escuchar la marcha, y creen de verdad que el Justicialismo fue una gran cosa que le sucedió al país.
Bueno, eso era todo. Como habrán advertido, no era una historia especialmente apasionante. Pero era una historia, y junto a las suyas, seguramente sirva para explicar una época.
Lo que me gustaría, por ende, abusando ya descaradamente de la confianza de don Bugman, es invitar a los innumerables visitantes de su blog, a que se animen a relatar en los comentarios de este post, algunas otras historias similares, parecidas (o incluso antagónicas!) a la que acabo de contar, que hayan escuchado en sus familias, o hayan oído en algún momento de sus vidas.
Quizás no todos tengan –como yo– una madre a la que obligaron a escribir “Perón me ama” en su cuaderno de primer grado inferior, pero todos tenemos alguna tía-abuela a la que hicieron bajar del tranvía por hablar mal de Evita, o algún abuelo al que obligaron a asistir a su fastuoso velatorio. Me gustaría leer esas pequeñas historias. Pero mucho más me gustaría que los nietos de mis nietos puedan disfrutarlas algún día.