Tengo desde pequeño cierta curiosidad por descubrir cómo funciona todo artilugio que cae en mis manos. Debido a esa tendencia que no me ha abandonado aún, me resulta natural aprender todas las funciones de cualquier aparato moderno en un tiempo relativamente corto, sin hacer uso de manuales o folletos explicativos. Denme el cacharrito, déjenme jugar con él un rato y listo.
Esto me ha puesto en una posición en la que se me ha reverenciado como a un gurú tecnológico entre familiares y conocidos, habida cuenta de que pertenecí por años a la elite que era capaz de hazañas tales como programar la videograbadora para que registrara un programa de televisión cuando yo me encontraba ausente, o calcular el tiempo que hace falta para descongelar un pollo en el microondas.
Durante las primeras épocas de la computación personal, cuando en vez de Windows y todas estas mariconadas se usaba el DOS puro y duro, yo me sabía una docena de comandos y despertaba una mezcla de temor y admiración entre los analfanuméricos que me observaban hacer cosas increíbles como copiar un archivo en un disquette.
Fue hermoso. Todas aquellas personas que habían caído por debajo de su línea de incompetencia merced a la complicación creciente de la vida cotidiana me adoraban, me aplaudían, me envidiaban. Hasta pensé en usar una túnica blanca como vestimenta, y rodearme de querubines.
Pero eso se terminó. El día de ayer marcó mi caída hacia los mundanos niveles de la incomprensión tecnológica de la gente del común.
Hace unos pocos días mi viejo teléfono celular se negó a mostrarme su pantallita de colores brillantes. Mejor dicho, me la mostraba, pero negra. Muerta. Inútil.
Si bien es cierto que no uso el teléfono para ver películas, resulta bastante incómodo no poder leer mensajes, ni poder buscar un número en la agenda incorporada ni ninguna de esas funciones que hacen que los telefonitos sean, además de un incordio permanente, unos aparatos medianamente útiles.
Yo ya había tenido mis problemas con el aparatejo, así que decidí cambiarlo. Me compré un modelo un poco más moderno que a pesar de que no ser una de esas monstruosidades que tienen cuarenta prestaciones de dudosa utilidad, es bastante decente. Tiene un formato clamshell, es decir con tapita.
Ayer al abrirlo para hacer una llamada descubro que el teclado no se ilumina. Lo cierro y lo abro otra vez, y nada. Otra vez, nada. A la tercera, sí, A la cuarta, otra vez sí. Otra vez, y no (podría seguir así unas horas, pero creo que los amables lectores ya se habrán percatado de que hablo de una falla intermitente).
Maldiciendo mi mala suerte celular, me fui raudo hasta el service autorizado dispuesto a zapatear arriba de un escritorio, llamar a la prensa y atrincherarme hasta que viniera un juez y me garantizara que yo iba a salir de ahí con un teléfono nuevo. Ya ni siquiera me conformaba con la reparación.
Llegado mi turno, me atendió una señorita muy sonriente, a la que incluso antes de decirle cual era el defecto, le conté toda mi historia previa con teléfonos celulares de esa marca, y le exigí una solución inmediata, total, satisfactoria, completa y permanente.
La mujer me escuchó con una paciencia encomiable, y cuando al fin le dije que el teclado no se encendía, tomó el teléfono, lo puso debajo del mostrador y después lo sacó con el teclado brillando en toda su gloria. Ah, pero yo estaba preparado y totalmente dispuesto a ser irreductible. Le dije con una sonrisa perdonavidas que ya sabía que eso iba a suceder, porque la falla era intermitente. "In-ter-mi-ten-te", le silabeé la palabra para que la degustara.
Con toda amabilidad, la fémina me explicó: "Señor, este teléfono tiene un sensor lumínico. Si el teclado se encuentra en un ambiente iluminado, no se encenderá. Si en cambio hay poca luz, si está oscuro, entonces sí se activará la luz".
Un poco escéptico, tomé el teléfono y lo llevé cerca de la ventana. Al abrirlo el teclado no se iluminó. Después lo abrí otra vez tapando la luz con mi sobretodo, y ¡voilá! ,un arbolito de navidad.
Lo único que atiné a decir fue "Ah, estupendo", y salí de allí a toda velocidad con cara de que se me hacía tarde para ser humillado en otra parte.
De manera que hoy, queridos ineptos tecnológicos que leen este blog, hoy soy vuestro hermano. Ya no los miraré con sorna, ya no les haré sentir el peso de mi intelecto superior. Ya nada me separa de ustedes, tengan piedad de mí y acéptenme entre sus numerosas filas olvidando auqellos tiempos en que mi persona se alzaba dos centímetros por encima de vuestra cabezas abrumadas por la complejidad de las creaciones del hombre. Mezclémonos en alegre multitud, en indistinta algarabía, tropecemos con los botones y pantallas y tomados de la mano, quedémonos mirando como embobados al elegido que ante nuestras atónitas miradas extrae dinero del cajero automático.
Buenas noches.
Actualización: ¡Aquí está la promotora sin bombacha! (Gracias, Gustav, nos ha salvado a todos).
Esto me ha puesto en una posición en la que se me ha reverenciado como a un gurú tecnológico entre familiares y conocidos, habida cuenta de que pertenecí por años a la elite que era capaz de hazañas tales como programar la videograbadora para que registrara un programa de televisión cuando yo me encontraba ausente, o calcular el tiempo que hace falta para descongelar un pollo en el microondas.
Durante las primeras épocas de la computación personal, cuando en vez de Windows y todas estas mariconadas se usaba el DOS puro y duro, yo me sabía una docena de comandos y despertaba una mezcla de temor y admiración entre los analfanuméricos que me observaban hacer cosas increíbles como copiar un archivo en un disquette.
Fue hermoso. Todas aquellas personas que habían caído por debajo de su línea de incompetencia merced a la complicación creciente de la vida cotidiana me adoraban, me aplaudían, me envidiaban. Hasta pensé en usar una túnica blanca como vestimenta, y rodearme de querubines.
Pero eso se terminó. El día de ayer marcó mi caída hacia los mundanos niveles de la incomprensión tecnológica de la gente del común.
Hace unos pocos días mi viejo teléfono celular se negó a mostrarme su pantallita de colores brillantes. Mejor dicho, me la mostraba, pero negra. Muerta. Inútil.
Si bien es cierto que no uso el teléfono para ver películas, resulta bastante incómodo no poder leer mensajes, ni poder buscar un número en la agenda incorporada ni ninguna de esas funciones que hacen que los telefonitos sean, además de un incordio permanente, unos aparatos medianamente útiles.
Yo ya había tenido mis problemas con el aparatejo, así que decidí cambiarlo. Me compré un modelo un poco más moderno que a pesar de que no ser una de esas monstruosidades que tienen cuarenta prestaciones de dudosa utilidad, es bastante decente. Tiene un formato clamshell, es decir con tapita.
Ayer al abrirlo para hacer una llamada descubro que el teclado no se ilumina. Lo cierro y lo abro otra vez, y nada. Otra vez, nada. A la tercera, sí, A la cuarta, otra vez sí. Otra vez, y no (podría seguir así unas horas, pero creo que los amables lectores ya se habrán percatado de que hablo de una falla intermitente).
Maldiciendo mi mala suerte celular, me fui raudo hasta el service autorizado dispuesto a zapatear arriba de un escritorio, llamar a la prensa y atrincherarme hasta que viniera un juez y me garantizara que yo iba a salir de ahí con un teléfono nuevo. Ya ni siquiera me conformaba con la reparación.
Llegado mi turno, me atendió una señorita muy sonriente, a la que incluso antes de decirle cual era el defecto, le conté toda mi historia previa con teléfonos celulares de esa marca, y le exigí una solución inmediata, total, satisfactoria, completa y permanente.
La mujer me escuchó con una paciencia encomiable, y cuando al fin le dije que el teclado no se encendía, tomó el teléfono, lo puso debajo del mostrador y después lo sacó con el teclado brillando en toda su gloria. Ah, pero yo estaba preparado y totalmente dispuesto a ser irreductible. Le dije con una sonrisa perdonavidas que ya sabía que eso iba a suceder, porque la falla era intermitente. "In-ter-mi-ten-te", le silabeé la palabra para que la degustara.
Con toda amabilidad, la fémina me explicó: "Señor, este teléfono tiene un sensor lumínico. Si el teclado se encuentra en un ambiente iluminado, no se encenderá. Si en cambio hay poca luz, si está oscuro, entonces sí se activará la luz".
Un poco escéptico, tomé el teléfono y lo llevé cerca de la ventana. Al abrirlo el teclado no se iluminó. Después lo abrí otra vez tapando la luz con mi sobretodo, y ¡voilá! ,un arbolito de navidad.
Lo único que atiné a decir fue "Ah, estupendo", y salí de allí a toda velocidad con cara de que se me hacía tarde para ser humillado en otra parte.
De manera que hoy, queridos ineptos tecnológicos que leen este blog, hoy soy vuestro hermano. Ya no los miraré con sorna, ya no les haré sentir el peso de mi intelecto superior. Ya nada me separa de ustedes, tengan piedad de mí y acéptenme entre sus numerosas filas olvidando auqellos tiempos en que mi persona se alzaba dos centímetros por encima de vuestra cabezas abrumadas por la complejidad de las creaciones del hombre. Mezclémonos en alegre multitud, en indistinta algarabía, tropecemos con los botones y pantallas y tomados de la mano, quedémonos mirando como embobados al elegido que ante nuestras atónitas miradas extrae dinero del cajero automático.
Buenas noches.
Actualización: ¡Aquí está la promotora sin bombacha! (Gracias, Gustav, nos ha salvado a todos).