En mis épocas de
soltero urbano yo tenía un vecino bastante pintoresco. Digamos que se llamaba Ernesto. Porque además me parece recordar que ese era su nombre, entonces sería la mar de apropiado que dijéramos que se llamaba así. De todas manera nada le agregaría ni le quitaría a la narración que le llamáramos con otro nombre. Por ejemplo, Alberto. No, no, me gusta más Ernesto. Dejémoslo así.
Alberto, digo Ernesto, era un muchacho que promediaba la treintena cuando lo conocí, y vivía con su esposa (cuyo nombre nunca supe) en el departamento que estaba pegado al mío, de cual estaba separado por una de esas paredes internas que hacen ahora, que son tan finitas que si a uno le pica el vecino se rasca.
Apenas llegué al edificio Ernesto se presentó y me dio la bienvenida, como un buen vecino.
Solíamos salir a trabajar por las mañanas más o menos a la misma hora, Ernesto, su esposa y yo, así que nos deseábamos buenos días y hablábamos del tiempo en el ascensor. Lo que se dice, una relación cordial.
Promediando el segundo año de nuestra correcta y para nada íntima relación, tanto Ernesto como su mujer dejaron de trabajar. El Servicio de Inteligencia del edificio (es decir el encargado) se ocupó de informarme que eran empleados de una repartición oficial y se habían acogido a un plan de retiro voluntario, de esos que permiten que uno siga cobrando su sueldo durante un año entero después de la renuncia.
Luego de eso, Ernesto empezó a presentarse cada vez más desaliñado hasta que adoptó un atuendo prácticamente invariable, que consistía en una camisa que mostraba indicios de haber sido cuadriculada alguna vez con sus faldones adentro de un pantalón de gimnasia deformado y pringoso, todo esto rematado con unos mocasines marrones con las costuras reventadas que dejaban ver las medias blanco grisáceas. Completaba el conjunto una barba de anacoreta, unos cabellos abundantes que formaban una masa indefinida y casi rígida sobre su cabeza, y un aroma decididamente intoxicante, en el sentido en que inhalarlo durante más de treinta segundos podía ocasionar ceguera, convulsiones y pérdida del deseo de vivir. Parte de los efluvios que componían el poderoso almizcle eran identificables como provenientes de la combustión de las hojas de la cannabis sativa, y de la ingesta de grandes cantidades de cebada convenientemente fermentada.
La mujer de Ernesto directamente dejó de aparecer en público.
Ernesto, que anteriormente era bastante reservado, se puso muy locuaz y adoptó la desagradable costumbre de hablarme a escasos centímetros del rostro, lo cual me exponía a su pesadísimo aliento, que evocaba a un recital de Bob Marley celebrado en un matadero.
Me hablaba de cosas inentendibles, pero con mucho entusiasmo. Solía agarrarle por el lado místico, a veces decía que estaba en contacto con Los Galácticos y yo le preguntaba en broma cómo iba el Barcelona y él no entendía. Claro, después me enteré que Los Galácticos eran del Real Madrid. Es que de fútbol yo algunas cosas no las conozco, otras las ignoro y el resto ni siquiera las sospecho.
Esta locuacidad que desplegaba Ernesto por los pasillos continuaba paredes adentro de su departamento, sólo que unos decibeles más alto, y con la participación especial de su esposa que gritaba como un marrano. Se peleaban noche por medio, y alguna que otra vez se escuchaba un plato estrellándose. Y en ocasiones se prodigaban unas reconciliaciones igualmente ruidosas.
A fuerza de costumbre, prácticamente dejé de prestarles atención, era como vivir cerca de las vías del tren, con el tiempo uno ya no se sobresalta cuando pasa el expreso de las 20:15 sonando el silbato.
Pero un noche las escaramuzas de rigor se pusieron un poco más animadas. Los gritos fueron más fuertes, y los objetos voladores más abundantes y variados. Ernesto parecía sufrir de una especie de visión religiosa, porque exclamaba cosas como "¡ Ángel caído, yo te voy a salvar!" y su mujer tenía todos los síntomas de haber sido poseída por un demonio que la hacía hablar en lenguas, porque los insultos que profería no eran propios de una señora por más enojada que estuviera. Me preocupé un poco.
Entonces se produjo una ráfaga de insultos y frases bíblicas y ruidos de golpes y cosas que se rompían y más gritos y unos chillidos muy agudos y unos cuasi rugidos y luego, el silencio. Me preocupé un poco más.
Pegué la oreja a la pared, y no escuché nada. Ni un sonido. Me preocupé más todavía.
Y entonces, escuché un sollozo. Muy suave al principio, fue creciendo en intensidad y volumen hasta que llegó a convertirse en un lamento hecho y derecho. Era Ernesto, que lloraba a los gritos y repetía "¿Por qué? ¿Por qué?".
Me preparé mentalmente para el testimonio que debería prestar en cuestión de minutos, tal vez incluso frente a cámaras de televisión. Me prometí no hacer lo que suele hacer la gente, que adopta espontáneamente la jerga policial cuando se la interroga sobre algún hecho delictivo. No, señor, yo no saldría por la tele diciendo cosas como "el hecho", "heridas cortantes", "arma blanca" o "la occisa".
Porque a esas alturas estaba perfectamente claro que Ernesto había matado a su mujer y aunque quedaba determinar el método que había utilizado, yo hubiera apostado a que primero la había estrangulado y ahora la estaba cortando en pedacitos mientras lloraba. Me aposté en la puerta de mi departamento acechando al asesino. Quería atraparlo cuando sacara el cadáver trozado en grandes bolsas chorreantes. O quizás fuera más conveniente llamar a la policía, que a lo mejor en las bolsas quedaba espacio para un vecino curioso.
Estas y otras cavilaciones ocupaban mi mente mientras Ernesto alternaba el sollozo y algunas frases ininteligibles.
Y entonces otro sonido golpeó mis sentidos. Bueno, uno de ellos. Un sonido sorprendente, uno que no estaba preparado para escuchar.
Clara, nítida, potente, se escuchó una voz femenina, que decía:
-¿¿Ernesto, te podés dejar de joder, que quiero dormir??
Buenas noches.