De vez en cuando llega el momento de reconocer la invalidez de un prejuicio más o menos arraigado. Y ese momento, para mí, es ahora.
Durante mucho tiempo estuve mirando con actitud de perdonavidas a esos individuos poseedores de teléfonos celulares de última generación (los lamados smartphones) que, hechizados por quién sabe qué demonio tecnológico, empleaban cualquier momento disponible para hacer quién sabe qué cosas con sus dispositivos, manipulando diminutos teclados y deslizando sus dedos sobre las pantallitas embarradas de secreciones.
Orgulloso, le decía a quien quisiera escucharme(*) que mi antiguo teléfono era sólido, virtualmente indestructible, barato, simple de utilizar y servía a todas mis necesidades de comunicación, esto es, hacer y recibir llamadas (en realidad, casi siempre recibirlas, por lo cual además gozaba de la ventaja de poder manejarme con un abono ridículamente económico). No eran para mí, decía, esos adminículos llenos de funciones innecesarias, espantosamente caros y voluminosos, que en virtud de su diseño sofisticado requerían tiernos cuidados y toda clase de precauciones. Además, razonaba, ¿quién quiere estar recibiendo a cada rato mensajes de correo electrónico en su teléfono celular? Vamos, si existiera un verdadera urgencia nos llamarían, que para eso se inventaron estos aparatos. Navegar por Internet desde cualquier lugar tampoco era una necesidad impostergable, habida cuenta de que paso la mayor parte del día conectado a la red desde mi oficina.
Pero, a raíz de una serie de cuestiones personales y laborales, mi uso moderado del teléfono celular tuvo que convertirse en intensivo, y me vi obligado a complementar mi ridículamente económico abono con sucesivas recargas de crédito, con lo cual el aspecto económico fue relegado y se manifestó con fuerza el costado ridículo. Y, extrañamente, comencé a recibir mensajes de texto reclamándome que leyera inmediatamente mi correo electrónico, circunstancia que me obligó a hacer cosas tan estúpidas como cargar a todas partes mi notebook junto con uno de esos módems USB para conectarme a Internet, cuyo funcionamiento suele ser, cuando menos, temperamental. Por supuesto, el uso de ese modo de conexión también sumaba lo suyo a mi presupuesto de comunicaciones.
Así las cosas, resistí un par de semanas hasta que me vi obligado a tomar el primer paso de un camino sin retorno: fui a la compañía que me provee del servicio celular a averiguar cuáles eran mis alternativas.
Debo confesar que iba dispuesto a que me maltrataran, me quisieran obligar a cambiar mi número telefónico, me presionaran para que adoptara un plan de llamadas y datos y cosas carísimo, en fin, que me hicieran sentir la santa indignación de un consumidor insatisfecho. No era alguna clase de torcida perversión masoquista lo que me animaba a adoptar esa actitud de prevención pesimista, sino el hecho de que había intentado hacer esas gestiones en forma telefónica, encontrándome con impenetrables barreras formadas por contestadores automáticos repletos de opciones que me llevaban por tortuosos caminos hacia ninguna parte, operadores fastidiados y demoras debilitantes. Siempre me resultó curioso que una empresa de telefonía fuera tan poco amigable en sus comunicaciones telefónicas.
En resumen, mi ánimo al entrar en las modernas oficinas de la compañía de teléfonos celulares era fancamente beligerante.
Son malvados. No hay duda. De otra manera no se explica que hayan derribado desde el primer momento mis honestas expectativas de agravio. Tal vez haya sido el hecho de que fuera temprano y no hubiera casi ningún cliente esperando, o que los empledos hubieran recibido la noticia de un aumento de sueldo o la amenaza de un potencial despido, pero me atendieron en contados minutos, me asesoraron con eficiencia, me hicieron recomendaciones válidas teniendo en cuenta mis necesidades de comunicación actuales y con encomiable paciencia me fueron mostrando las ventajas y limitaciones de cada teléfono del catálogo.
Salí de allí completamente desconcertado, con una oferta que incluía conservar mi número, un plan de precio razonable comparado con lo que estaba gastando con mis incómodos, caros e ineficientes métodos, y un teléfono de alta gama reservado a mi nombre por 24 horas por si me decidía a comprarlo. Repito, son malvados.
Por si fuera poco, había una de esas promociones que otorgan un descuento si uno paga con la tarjeta del Banco Fulano, e increíblemente yo tengo la tarjeta del Banco Fulano, y entonces me di cuenta de que en realidad no había ninguna decisión que tomar: el Universo ya la había tomado por mí.
Al otro día llegué unos minutos antes de que abrieran, debido a mi ansiedad y a mi temor de dejar escapar uno de esos momentos tan poco frecuentes en los que todos los factores parecen alinearse en armonía.
Y tampoco hubo inconveneinte alguno: el teléfono efectivamente estaba reservado a mi nombre, el trámite de cambio de equipo y plan fue rapidísimo (sospecho que ya lo tenian a medio hacer, tanta era su confianza), me dieron el código para desbloquear mi antiguo aparato y hacer de él lo que se me diera la gana y a los diez minutos yo estaba en la callle nuevamente confundido, con un aparato en la mano aparentemente capaz de cambiar la trayectoria de un misil balístico intercontinental, decirme de qué era una empanada sin necesidad de morderla y, con cierta probabilidad, permitirme mantener conversaciones a viva voz con otras personas.
(Continuará)
Buenas noches.
(*) Aunque es probable que muchos no quisieran.