domingo, 27 de junio de 2010

Grandes Olvidados (V) : Wenceslao Giamperio, el escritor precoz.

Wenceslao Giamperio era conocido en la comunidad literaria de Coronel Arson, donde nació y vivió toda su vida, como el escritor precoz. Este apelativo no se debía al hecho de que Wenceslao hubiera iniciado su carrera de novelista a corta edad. De hecho, comenzó a escribir a los 59 años. 

El problema de Giamperio, que por lo demás tenía un estilo de escritura bastante correcto y hasta podría decirse agradable de leer, era que no podía dominar su ansiedad.
Sus novelas comenzaban de manera clásica, con la introducción de los personajes, con la adecuada descripción de las circunstancias y la preparación del conflicto. Solía, Giamperio, hacer gala de sus conocimientos de Historia y Geografía en la minuciosa reconstrucción de los climas físicos y políticos que afectaban a los personajes de sus historias. (1)
La marcada atención a los detalles que las novelas de Giamperio presentan en la introducción, invariablemente deja paso a una narración más generalista en el nudo de la obra. Pero esto, que tal vez pudiera interpretarse como un deseo de dotar de dinamismo a la historia, de acelerar el ritmo para llegar a un desenlace inesperado con el lector segregando adrenalina como para paralizar el corazón de un dinosaurio, no es más que la antesala de un desenlace prematuro, brutal, inexplicable e injustificado.
En efecto, Giamperio solía terminar sus novelas con un capítulo que contenía una sola frase, y algunas veces, una sola palabra. No era la astuta maniobra de un autor genial y enigmático, no era tampoco la síntesis de un artista arriesgado. Era que a Giamperio le era imposible esperar para terminar una novela en forma adecuada. 
Llegaba a un punto en el que no soportaba más, no tenía la paciencia para elaborar un final, y terminaba de cualquier manera.

Tal vez la mejor forma de entender el estilo de Giamperio sea reproducir algunos pasajes de su novela policial El Hombre que Comía Porotos:

El sonoro gorjear de los tucanes  en la campiña de Leics(2) puso de buen humor al Inspector Quaterman mientras recorría el corto sendero marcado por lajas a  la entrada de la casa de Lady Hurrington. Quaterman tenía buenas razones para estar feliz. Su notable desempeño le había valido un ascenso el año pasado, y con los ingresos extra había ahorrado lo suficiente como para comprar  una pequeña propiedad a orillas del mar , de dos plantas y altillo,con catorce ventanas de vidrio repartido, tejado a dos aguas de pizarra, tres cuartos, dos baños y un amplio recibidor, completando con una cocina lo suficientemente amplia como para poner una mesa y hasta ocho sillas, siempre y cuando no fueran todas sillas con apoyabrazos, en cuyo caso habría que limitarse a seis. Le faltaba un poco de pintura y tal vez unos arreglos en el techo, pero le había sacado un buen precio al vendedor, que tenía 67 años y comerciaba con pieles de búfalo (3)y baterías para relojes. La casita estaba a menos de una milla de distancia de donde se encontraba ahora (4)...

Este pasaje corresponde al Capítulo 1, nótese la cantidad de detalles que en realidad no son importantes para la trama que habrá de desarrollarse más tarde. 

La pelea fue desigual pero ganó el bueno, que salió corriendo y llegó a tiempo a donde quería ir.

Capítulo 6, es evidente la ausencia de detalles, incluso de aquellos necesarios para entender lo que está sucediendo.

Al final el asesino fue Farshaw.

El Capítulo 9 de la novela tiene esa única oración. Cuesta encontrar una justificación a tan abrupto final (el capítulo 8 termina con el Inspector Quaterman haciendo algo no especificado en su casita de la playa), pero lo más llamativo es que Farshaw no es un personaje de la novela y no es mencionado en ninguno de los capítulos anteriores (5)

Giamperio publicó once novelas, gastando todos sus ahorros en el proceso. No se sabe quién compró el único ejemplar que la librería del pueblo vendió en toda su historia, lo cual es curioso porque Coronel Arson es una localidad de ciento cuarenta y cinco habitantes.

Sería un final adecuado para este artículo comenzar el relato de una interesante anécdota de este curioso autor para luego interrumpirla antes de su conclusión diciendo simplemente.

Buenas noches.




(1) En rigor, hacía gala de la escasez de sus conocimientos, toda vez que sus suposiciones eran casi siempre escandalosamente erróneas. Por ejemplo, El Látigo Silencioso, una novela cuya acción se desarrollaba en la Rusia medieval incluía un pasaje donde el protagonista se quejaba de los norteamericanos, y otro donde un grupo de aventureros se iba a Cuba a caballo.
(2) Este es un ejemplo de lo citado más arriba: difícilmente existan tucanes en Leics, un condado de Inglaterra. Además, los tucanes no gorjean.
(3) La ausencia de búfalos en las campiñas británicas es un hecho conocido hasta por el más obtuso de los estudiantes primarios.
(4) Leics es un condado que queda en el medio de Inglaterra. No tiene costa. Cómo se puede ser tan bruto para ubicar una casita a orillas del mar en el condado de Leics. Por lo menos antes de escribir se hubiera buscado un mapa. No cuesta tanto. 
(5) Y en ninguna otra novela de Giamperio. Parecería ser que el viejo borracho (sí, Giamperio bebía como un cosaco, y frecuentemente se lo veía orinando la estatua del Coronel  Arson en la plaza del pueblo) tomó el nombre de una novela de Robert Jordan. 

lunes, 21 de junio de 2010

El aura

Venía caminando por la calle, esta vez sin silbar ninguna tonadilla irlandesa debido a que no me encontraba del mejor de los humores. Es que salía de las oficinas de la AFIP (*), experiencia que nadie en su sano juicio puede juzgar agradable, aunque con un poquito de buena voluntad de los empleados  podría resultar aunque más no fuera, menos vejatoria.

Estos y otros pensamientos se agolpaban dentro de mi cabeza cuando advertí que caminando en sentido contrario, una señora comenzaba a escorar a babor. La mujer parecía mareada, y miraba el horizonte con ojos vidriosos. La verdad, presentaba los síntomas de haber estado experimentando con vino y sandías
No pude evitar la obvia pregunta: ¿Se siente bien, señora?
No me respondió. Al menos, no verbalmente. Utilizó, eso sí, el lenguaje corporal de una manera tan eficiente que constituyó toda una excepción a la proverbial inexactitud de esta disciplina: puso los ojos en blanco y se cayó redondamente de espaldas. Y, por si quedaba alguna duda, empezó a sacudirse en el suelo como poseída. Bueno, como a las poseídas a las que les da por convulsionar. No era un espectáculo agradable, debo decir.
Mis años de ver Dr. House me prepararon para contingencias como esta, de manera que dignostiqué de inmediato: epilepsia. Y me dispuse a hacer lo que todo el mundo dice que hay que hacer ante un ataque de epilepsia (un ataque ajeno, se entiende, ante un ataque propio uno se resigna a ser atacado, nomás), es decir, poner a la víctima de costado (por si vomitaba) e intentar que no se mordiera la lengua. Lo segundo fue un poco enojoso, y tuvo una consecuencia inesperada: mientras con el dedo índice de la mano izquierda yo intentaba acomodar la lengua de la señora, una convulsión hizo que juntara firmemente sus maxilares, dejando una pequeña parte de mi humanidad entre ellos. 
Los curiosos empezaban a congregarse, atraídos por el espectáculo de una señora en el piso sacudiéndose horriblemente mordiendo el dedo de un calvo arrodillado a su lado que susurraba unas palabras que podían ser comprendidas por nativos de cuarenta países. 
Pregunté si había algún médico entre los curiosos, pero no, parece que no. Sospecho que los médicos no se dan a conocer cuando ven que la emergencia no es para tanto (un ataque de epilepsia no es realmente grave, por más que sea muy impresionante). 
Haciendo gala de un dominio corporal poco menos que extraordinario logré sacar con mi mano derecha el teléfono celular que guardaba en el bolsillo izquierdo del pantalón, y llamar al 911.  Rápidamente adopté la jerga policial para consignar la emergencia : (Sexo femenino, unos cincuenta y cinco años, aparente ataque de epilepsia, no presenta golpes ni sangrados) y la operadora me indicó todo lo que ya había hecho, incluyendo ponerle algo entre los dientes para que mordiera. Le dije que ya estaba, pero pareció no escucharme: me siguió aconsejando que no le pusiera en la boca algo muy duro porque podría romperle un diente, que tampoco fuera algo muy grande porque le podía dificultar la respiración, que no fuera....no la dejé terminar. Le dije vea, encontré algo que parece ser del tamaño y la consistencia adecuadas, que es uno de mis dedos. La señora parece conforme con mi elección. 
En efecto, las convulsiones ya habían cedido, dando paso a un estado corporal más relajado, y la infortunada víctima ahora se encontraba en una actitud mas bien reflexiva, mordisqueando mi dedo como si lo estuviera catando. Vaya uno a saber qué imagen proyectaba su cerebro recientemente cortocircuitado en ese momento.
Yo aproveché que la furiosa mordida de hacía unos segundos se había transformado en una masticación casi cariñosa y volví a  tomar posesión de mi índice, lo que pareció ser una  especie de señal para que la señora abriera los ojos y observara dicha operación con curiosidad. 
Casi en el mismo momento llegaron unos policías y yo aproveché el evidente estado confusión de la dama para retirarme con discreción y sacudiéndome la saliva de la mano. Uno de los policías quiso preguntarme algo pero no le di oportunidad.
Pedí permiso en una cafetería cercana para lavarme, y lo hice en forma minuciosa. Me preocupó algo el hecho de encontrar que los dientes de mi desconocida amiga me habían atravesado (apenas) la piel. 
Es que vi muchas películas de zombies.

Buenas noches.

(*)Administración Federal de Ingresos Públicos. Los muchachos de los impuestos.


miércoles, 16 de junio de 2010

lunes, 14 de junio de 2010

Aviso

El Campeonato Mundial de Fútbol Sudáfrica 2010 no me importa nada.

Pero nada, nada.


Buenas noches.

domingo, 6 de junio de 2010

Qué mal gusto tiene la suerte.

Es bastante conocido por los amables lectores (y si no es así ya es hora de que lo conozcan) el hecho de que soy una persona científicamente correcta y que no hago caso a supersticiones, mitos, cábalas, rituales, males de ojo, maldiciones, gualichos ni antibióticos. Bueno, a algunos antibióticos sí. Por esa razón no verán en mi casa ninguno de los habituales talismanes que utiliza la gente para atraer la prosperidad, la salud o la felicidad. 
Por eso, y porque son horribles.




Una rápida enumeración de los amuletos caseros más populares nos trae figuras de nulo valor estético y producidas en masa con una calidad menos que satisfactoria. No hay manera de que esos muñequitos queden bien en ninguna repisa, sobre ningún bargueño, decorando ningún rincón de ninguna casa cualesquiera que fuese  su estilo. 
El ekeko que ilustra este artículo es decididamente espantoso. El elefantito con la trompa hacia arriba (formando una especie de anillo que debe utilizarse para introducir un billete enrollado) tampoco es un objeto de singular belleza destinado a convertirse en la atracción principal de la sala. Bueno, a mí si que me llamaría la atención, pero siempre me llaman la atención  las cosas fuera de lugar. También está la estatuilla de Buda, con la panza al aire (un poco brillosa de tanto frotarla para que atraiga la fortuna) y una expresión en el rostro que parece gritar "me falta sobra un cromosoma". Cerrando este desfile de monstruitos, tenemos al gato chino que está sentado con su pata delantera izquierda levantada. O la derecha, no estoy seguro. Si ya queremos sobrepasar todo límite y ponernos kitsch , hay unos que son a pilas y mueven la patita, como saludando. El horror, el horror.

El origen de estos feos talismanes suele ser más o menos antiguo, más o menos ligado a ciertas leyendas, más o menos propio de ciertas culturas. Pero el diseño del objeto en sí es moderno, desde que para fabricarlo hay moldes y máquinas.  Es decir, son feos porque los fabrican feos. 
Mire, yo no creo en la suerte. Existe el azar, que es otra cosa. De hecho, lo que la gente denomina suerte es un pobre intento de domesticar el azar. Tal vez en otra ocasión me refiera a ese tema. 
Pero suponiendo que la suerte existiera, me resultaría muy extraño que los amuletos para atraerla se pudieran comprar libremente en cualquier lugarejo de chucherías. Antes, pensaría que un objeto con esos poderes debería ser algo difícil de encontrar, de existencia limitada y enorme valor. Y de gran belleza. Porque sí.
Si yo fuera supersticioso, encabezaría un movimiento para abolir los amuletos horribles y reemplazarlos por otros que no nos avergonzaran adelante de los invitados. El sillón Le Corbusier LC1 de la suerte, la mesa Marcel Breuer de la fortuna, el Rembrandt de la prosperidad. Cosas así. Si además fuesen  objetos que tuvieran una utilidad práctica, mucho mejor. De hecho, lo mejor de todo sería asignarle propiedades protectoras y atractivas de la buena ventura a las cosas que ya tenemos, y sanseacabó. 
Pero temo que de popularizarse esa idea, los fabricantes de amuletos me lancen un mal de ojo, o algo.

Buenas noches.



miércoles, 2 de junio de 2010

La solución definitiva para todas las crisis

Estuve como seis minutos leyendo sobre la crisis de Grecia, y España, y parece que toda Europa menos Alemania porque los alemanes son duros y austeros, y a menos que les envenenen todo el sauerkraut y se les acaben todas las salchichas ellos no se quejan. Estos nueve minutos invertidos en investigación y análisis (los seis anteriormente mencionados y otros tres en análisis) me convierten en un experto indiscutible sobre el tema.

El asunto es sobre dinero. Hay poco, antes había mucho y ahora se acabó, entonces fabricaron más y se los van a dar pero igual no les alcanza, algo así. Los detalles se los dejo a gente que cobra para decir más o menos lo que digo yo pero con palabra más difíciles. Pero es sobre dinero, de eso no hay duda.
Una extensa recopilación complementaria acerca de otras crisis anteriores en otros países (que me debe haber llevado otros siete minutos, mínimo) me guió hacia la inevitable conclusión: por faltante o por excedente, los problemas siempre los causa el dinero.
Ahora bien, ¿para qué sirve el dinero? Para comprar cosas. Se me dirá que es además unidad de cuenta y reserva de valor, y yo contestaré ¿Unidad de cuenta y reserva de valor para qué? ¡ Para comprar cosas! Piénselo bien, usted no quiere dinero, usted quiere cosas. Incluso si lo que usted pretende obtener a cambio de su dinero no es algo material, sino un servicio, el tipo que le presta el servicio, o el tipo que le presta otro servicio al que le prestó el servicio a usted, va a querer comprarse una cosa. Usted no puede comerse el dinero, no puede ver la tele en un billete, ni dormir encima de un montón de monedas. Bueno, tal vez pueda hacer esto último, pero no creo que sea muy cómodo. En definitiva, para satisfacer sus necesidades o deseos,  va a tener que desprenderse del dinero, que así solito y sin la convención que hemos inventado de que tiene un valor que excede el papel en el que está impreso, es perfectamente inútil.

Así las cosas, la mejor solución para todas las crisis, que como hemos visto se relacionan siempre con el dinero, la cura definitiva y permanente, es dejar de usar dinero.

Y no me refiero a cancelar transacciones comerciales con cheques, tarjetas de crédito o transferencias bancarias, que al final del día siempre en algún lugar se convierten en dinero, lo que yo propongo es terminar con toda forma de pago convencional cuyo valor dependa de decisiones que tomen otras personas que no somos nosotros (y que evidentemente, por más que se hayan quemado las pestañas estudiando, meten la pata a niveles planetarios).

¿Pero Bugman, entonces cómo pagamos las cosas? preguntará el lector con esa sonrisa de perdonavidas que suelen poner los lectores cada vez que se encuentran con mis revolucionarias ideas. Con trabajo, hombre, contestaré yo sin sonrisa socarrona alguna, porque mi objetivo es ilustrarlo y no verme envuelto en una competencia de sonrisas de  ambiguo significado.

Supongamos que usted quiere comer, digamos, un chorizo. Hoy en día lo que haría es irse al supermercado o la carnicería, pedir un chorizo, e intercambiarlo por papel moneda (o tarjeta de crédito, o débito, es igual. No, no creo que pueda pagar un chorizo con un cheque, aunque al paso que vamos quién sabe, hasta lo tenga que financiar en treinta cuotas).
Bueno, no. Yo propongo que el carnicero o el dueño del supermercado le de a usted un trabajo para hacer que cubra el costo del chorizo. No sé, ordenar las latas de tomates, barrer el piso o lo que fuera, tampoco es que un chorizo le cueste un contrato de por vida. Y usted termina lo que fue a hacer, y el supermercadista le da el chorizo, y usted se va a su casa, y se lo come. Antes lo cocinará, supongo. Usted sabrá.
¿Pero de dónde sacó el chorizo el supermercadista? Bueno, antes estuvo limpiando el chiquero del tipo que cría los cerdos, suponga. Y el criador de porcinos le llevó los chicos a la escuela al que le hizo el alambrado para el chiquero. Que a su vez le destapó el baño al que fabrica el alambre. Y todo así, no me haga seguir la cadena hasta el minero que extrajo el hierro para fabricar el acero que sirve para hacer alambres.
¿No es estupendo?
Adiós bancos, adiós créditos, adiós hipotecas, adiós inflación, adiós impuestos,  adiós acciones en la bolsa y todas esas porquerías. Todo el mundo trabajando. Pero todo el mundo. No me queda claro todavía si harían falta los políticos, pero me parece que no.
Se me preguntará que quién se va a hacer cargo de todas esas cosas que nadie haría por interés propio, como arreglar las calles y meter presos a los delincuentes. "Y qué se yo", contestaré, mi teoría que así no va a haber más crisis por falta o exceso de dinero, del resto que se ocupe otro, que yo tengo que ir a ganarme el pollo para la cena.


Buenas noches.


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