lunes, 2 de abril de 2012

Estimado idiota

Estimado idiota, debo felicitarlo por el automóvil que posee, o al menos conduce. Es sin duda alguna un ejemplo de diseño y tecnología, una máquina bellísima, una pieza representativa del estado de arte en la industria automotriz.
He podido apreciar con todo detalle las finas y elegantes líneas de su parte frontal, el modo en el que las luces delanteras se integran al resto de la carrocería dándole un aspecto a la vez sobrio y deportivo, que combina magistralmente lo clásico y lo moderno.
También he experimentado el poderoso efecto de esas luces de xenon, con su característico tono azulado, que por un momento me hicieron sentir que una nave extraterrestre estaba aterrizando a mis espaldas con inextricables intenciones.
Y qué decir de la bocina, esa astuta combinación de frecuencias sonoras que podrían perfectamente sacar de su estado al infortunado que sufriera una crisis catatónica, y hubieran convertido las murallas de Jericó en papilla sin necesidad de andar soplando trompeta alguna.

No me interesa si para conseguir semejante vehículo usted ha trabajado duro, se lo ha ganado en un sorteo o ha estafado a una ancianita. Eso es un problema entre usted, su conciencia y el Código Penal, si acaso.

El asunto es que he podido evaluar en toda su magnificencia las características visibles de su bólido porque usted lo situó muy cerca de mi humilde medio de transporte. Y eso ha ocurrido mientras ambos nos desplazábamos a cierta velocidad en una autopista.

Verá, por alguna razón, yo respeto las velocidades máximas en las vías de tránsito. Y en esa autopista en particular, la máxima es de 130 kilómetros por hora. Bastante respetable, por cierto.

Ah, pero no para usted, estimado idiota.

Porque mientras yo circulaba con mi modesto automóvil precisamente a esa velocidad, usted, montado en su majestuoso alarde automotriz se acercó rápidamente por detrás hasta dejar entre nuestras unidades una distancia tan exigua que apenas alcanzaba para que pasara un lenguado de perfil. Y esto, le recuerdo, a 130 kilómetros por hora. 

Ahora bien, estimado idiota, debo informarle que una máquina de más de una tonelada de masa lanzada a esa velocidad está, como todo cuerpo, sometido a las incontestables leyes de la Física. (Lo estaría incluso cuando estuviera detenida, pero ahora mismo eso no viene al caso). Y que, merced a esas leyes, pasar del movimiento rectilíneo uniforme al reposo requiere grandes cantidades de energía, la misma que ha sido utilizada para llevarla a la velocidad que tan ufanamente ostentaba en aquel momento. Oh, lo lamento, probablemente esté expresándome en un lenguaje muy elevado para usted. Intentaré compensarlo escribiendo despacito. En términos simples, para que un idiota pueda comprenderlos, le diré que a 130 kilómetros por hora, frenar es una asunto complicado y tarda un poquito, tanto que hasta lograrlo su poderoso automóvil alemán se desplazará unos 200 metros, aproximadamente. 

Ah, pero los automóviles modestos como el mío también se hayan sujetos a las universales leyes de la inercia, que no hacen distinción alguna entre calidades y diseños de las masas involucradas. 
Por lo tanto, si por alguna razón inesperada (que se cruzara un proxicáptor por el camino, que me diera un espasmo en el pie del freno por un súbito ataque de tétanos, que un helicóptero se estrellara delante nuestro,  que surgiera de la tierra un trípode como los de La Guerra de los Mundos, elija usted su propia emergencia) yo tuviera que hacer una maniobra brusca, el efecto inmediato sería una virtual fusión en frío entre su impecable coche y mi vieja cafetera. Ah, caramba, lo he hecho otra vez, disculpe: quiero decir que si yo tuviera que frenar usted me chocaría desde atrás violentamente, porque no tendría tiempo de reaccionar ni esquivarme, y el resultado más probable es que los dos saliéramos en los noticieros en medio de un amasijo de acero, plástico, vísceras, elegantes tapizados de cuero y vidrios laminados.

Por si todavía no entiende hacia dónde apunto, estimado idiota, lo que quiero decirle es que su conducta en la autopista, colocando su automóvil a escasos centímetros del mío cuando ambos nos movíamos a una velocidad ciertamente delicada, es completamente irresponsable y estúpída.

Sospecho que lo de la irresponsabilidad es una causa perdida, así que no insistiré en eso. Concentrémonos en lo estúpido de su proceder, estimado idiota.

Partamos de la base de que usted, al arriesgar así su vida (que no me importa) y la mía (que sí me importa, es que es la única que tengo y encima la tengo desde que nací, así que no puedo evitar tenerle algo de cariño) lo que intenta hacer es llegar más rápido a algún lado. Estupendo. 
Sin importar si su destino final era el Canal de Panamá o el centro comercial más próximo, el hecho es que el tramo de autopista que usted y yo compartimos tiene como máximo unos 25 kilómetros de longitud.
Hagamos algunas cuentas.
A 60 kilómetros por hora, usted tardaría 25 minutos en recorrer 25 kilómetros. Un escándalo, su tiempo vale oro, ni hablar.
A 100 kilómetros por hora, en cambio, tardará 15 minutos, y la cosa va tomando otro color.
A 130 kilómetros por hora, el tiempo que le llevaría recorrer 25 kilómetros es un poco menos de 12 minutos.
Notará, estimado idiota, que entre ir a 100  e ir a 130 ya no hay tanta diferencia. Apenas 3 minutos.

Pero a usted no le alcanzaban 130 kilómetros por hora. Usted quería, necesitaba, anhelaba más. Y furiosamente encendía y apagaba luces y hacía gestos y hacía sonar su estridente bocina. ¿Y que ganaba con eso? Veamos.

Circulando a  150 kilómetros por hora en vez de 130, se ahorra unos 2 minutos.
A 180 kilómetros por hora, se ahorra unos 4 minutos y 20 segundos.
A 300 kilómetros por hora, se ahorra 7 minutos.

¿Se da cuenta? Aunque usted pudiera ir a 300 kilómetros por hora sin matarse ni matar a otros, sólo se ahorraría 7 minutos respecto a lo que tardaría respetando la velocidades máximas permitidas.

Pero supongamos que usted no es estúpido. La otra posibilidad es que usted sea un adicto a la adrenalina. Entonces le sugiero que se busque una actividad tan emocionante como lanzarse a grandes velocidades por autopistas, pero que involucre a menos gente en caso de salir algo mal. Puede usted hacerse aficionado al bangee jumping o al paracaidismo, puede hacerse unos tajos por todo el cuerpo y lanzarse a nadar entre tiburones, puede cazar jabalíes a mordiscos, intentar atrapar balas con los dientes o someterse voluntariamente a una auditoría integral de los muchachos del fisco. Yo lo aplaudiré, porque soy partidario de que cada uno se mate como mejor le parezca, siempre que haga de ese acto algo estrictamente individual.

Y para finalizar, estimado idiota, si ninguno de mis argumentos lo han convencido, si nada de lo que le he explicado ha logrado penetrar la dura coraza de estulticia que lo recubre y lo protege de las nociones, simplemente espero que usted y yo no nos encontremos en el Infierno. Porque le aseguro que moveré influencias, haré méritos, sobornaré demonios o haré lo que sea que tenga que hacer para agregar a los tormentos que tenga usted asignados en virtud de las imbecilidades cometidas en esta vida, algunos de mi propia creación. Y recuerde, tendré toda una eternidad para diseñarlos.

Buenas noches.










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