Hace algún tiempo fui invitado al cumpleaños de la hija de un amigo. La parvulilla festejaba sus 3 añitos, e imagino que su interés en que yo participara de sus festejos sería cercano a la nulidad, sobre todo teniendo en cuenta que la citada criatura desconocí a mi existencia prolijamente. Sin embargo es común que los padres del cumpleañero inviten a sus amigos a la fiestita, que suele tener una conformación como la siguiente:
-Un grupito de niñitos levemente conocidos del homenajeado, en su mayoría hijos de amigos o compañeros de trabajo de los padres, que se mueven de aquí para allá a la manera de las partículas subatómicas, profiriendo chillidos, llorando o paralizándose de terror.
-Una animadora que con diversos grados de entusiasmo intenta coordinar las actividades del grupito anterior, sabiendo que cualquier intento de actividad grupal será anulado por la idiosincracia propia de los niños de tres años, que poco entienden de cooperación, trabajo en equipo, "coaching" o "team playing". La animadora, según el presupuesto de los padres contratantes, puede desplegar ciertas destrezas, como cantar, bailar, hacer rondas o amenazar a los pequeñines más díscolos con el Cuco o con un fusil AK47 de fabricación soviética.
-Un generalmente nutrido grupo de adultos, en su mayoría padres que se sienten groseramente aliviados de dejar a su prole a cargo de otro por un tiempo, y aprovechan para comer sandwichitos y trasegar vinos hasta que revientan o por lo menos consideran que el regalito que trajeron está amortizado en exceso.
-Un padre y una madre que se preguntan todo el tiempo para qué gastaron tanta plata en alquilar el salón, la animadora, el servicio de lunch, los globos y el cotillón, si al final la nena se entretuvo toda la tarde masticando la caja de cartón en donde venían los sombreritos.
Yo no tengo recuerdos de fiestas de cumpleaños que me hayan mis padres a tan corta edad, pero imagino que para un niño en esa posición la cosa debería presentarse como una confusa actividad que separa a la gente en grupos según su tamaño: los grandes se sientan y comen, los chicos son obligados a atender a una mujer que tiene todos los síntomas de haberse atiborrado de alucinógenos. Por alguna razón aparecen por todas partes paquetes con diversos objetos que le son mostrados y luego desaparecen en manos de sus padres, que sonríen todo el tiempo y saludan a los grandes que están sentados comiendo. De pronto todos cantan una extraña melodía y el niño es obligado a apagar un pequeño incendio con la sola ayuda de sus pulmones, mientras mucha gente lo observa, pero nadie ayuda. Los restos del incendio son luego repartidos y la gente se los come. Rápidamente el desorden se agudiza, los niños buscan a sus padres, los padres los alzan en brazos y se van, no sin importunar con un beso o un pellizco a nuestro desconcertado protagonista, que no entiende por qué todo el mundo insiste en tocarlo y hablarle con una sonrisa maniática en una especie de media lengua incomprensible. Al final, los padres del niño, sin ninguna razón aparente, lo alzan y se lo llevan a casa. En el trayecto, los padres pelean y el niño desde el asiento trasero del coche lo único que desea es llegar a casa, ver los dibujitos en la tele y que lo dejen un poco en paz.
En esta fiestita en particular, además de la animadora de rigor, hubo un elemento de aparición opcional que despertó en mí un impulso primitivo: un muñecote.
Los muñecotes son esas personas que se disfrazan de personajes infantiles; la "elite" de esta categoría podrí a ser el Mickey Mouse de Disney World. Pero no hace falta ir a Orlando para ver muñecotes, podemos encontrarlos en variados ambientes: en programas de televisión, en ferias, en la calle repartiendo volantes, en el "tren de la alegría" (donde generalmente los personajes están pasados de moda, tienen los disfraces sucios y apolillados y parecen estar diciendo: "por favor, máteme ahora, tenga compasión") o en los semáforos haciendo el papel de empanada gigante.
Los muñecotes hacen surgir en mí un deseo incontenible: cuando veo uno quiero demolerlo a puñetazos. No es que tenga nada en contra de ellos, es solo que me dan ganas de pegarles. Mientras más mullido y rollizo el personaje, mucho mejor. El Hombre Araña o la Pantera Rosa no sirven, es muy parecido a pegarle a un tipo cualquiera, pero Picachu, Winnie the Pooh, los Teletubbies, el muñeco de Michelin, ahhhh...esos son irresistibles. Como dije, sin odio, sin rencor, solo proceder a propinar trompada tras trompada, preferiblemente en la panzota blanda y suave.
Hay sin embargo un muñecote al que sí le pegaría con odio: Barney. Para los que tienen la fortuna de no conocerlo, es una especie de dinosaurio (y pongo aquí especie como aproximación, no como clasificación zoológica) de color púrpura, rasgos mongoloides y una sonrisa de lobotomizado. Profiere una risita irritante y estupida "jjojjojooijoo" a cada comentario que hace en un tono insanamente festivo. Semejante engendro proviene de la televisión de EEUU, y por desgracia, es popular entre los niños de todo el mundo. Ah, cómo lo detesto, a su lado los Teletubbies me parecen gentes que podría invitar a comer a casa.
Sucede que en la fiestita a la que hací a referencia al principio de este artículo, el muñecote en cuestión era precisamente Barney, el dinosaurio estupidizante. Lo estuve vigilando con mirada torva toda la tarde, haciendo planes para atacarlo en un rincón lo suficientemente apartado, lejos de la mirada de los pequeñuelos (ellos lo adoran, no se por qué). Pero evidentemente el mostrenco tiene entrenamiento especial para evitar golpizas, porque no se apartó de sus guardaespaldas infantiles ni un momento. Estuve a punto de aprovecharme de los aprietos económicos por los que necesariamente debe estar pasando alguien que accede a disfrazarse de Barney para una fiesta infantil (me resulta inconcebible que alguien haga eso por gusto) y ofecerle unos pesos por dejarse fajar, pero no tuve oportunidad de acercarme lo suficiente, y además calculo que con el disfraz puesto cualquier comunicación se debe hacer poco menos que a los gritos, y yo preferí a que la cosa se manuviera dentro de ciertos parámetros de discreción. Debo aclarar en este punto que este deseo que me ataca cada vez que veo un muñecote nunca ha sido satisfecho, pese a todo mantengo ciertos límites en mi relación con el resto de la humanidad, y me contengo. Ahhhhhh...pero algún día....
Cuando salí del salón donde se había celebrado el cumpleaños, miré atrás por última vez y alcancé a divisar al muñecote en el momento en que la persona en su interior había decidido que ya era hora de terminar con su ingrata tarea. Lenta y trabajosamente se sacó la cabeza púrpura, y vi que la cabeza humana por debajo de ella pertenecía a una rubia espectacular, que sacudía la larga cabellera en cámara lenta como en una propaganda de champú. "Ah, Caramba", me dije.
Y me fui.
Buenas noches.
5 comentarios:
y esto hizo que cambiaras ese deseo incontenible de pegarle a los muniecotes por un deseo incontenible de... a ver, como decirlo... ahora tenes fantasias eroticas con los muniecotes???
No, no, todavía quiero pegarles, con la cabezota puesta todos los muñecotes son iguales.
No, no, todavía quiero pegarles, con la cabezota puesta todos los muñecotes son iguales.
en serio? pense que cada vez que vieras uno y tuvieras ganas de pegarle, pensarias: "mmm, y si hay una rubia espectacular adentro?"... pensalo, por ahi es buena terapia...
Parece que hemos decidido ritualizar y complicar todo aquello que hace sólo unos pocos años era tan placentero y tan íntimo.....cumpleaños, bodas, aún la cena navideña y tantos otros que se celebraban "en familia" ahora hay que hacerlo en salones contratados para el efecto, con filmaciones y proyección de películas cursis sobre la vida de los protagonistas, comida para empachar a un ejército, música estridente que inhibe toda comunicación, etc, etc en fin...esos muñecotes parecen ser la antítesis de aquello que "todos tenemos un niño dentro nuestro" en este caso llevaba ¡una rubia! ja-ja
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