martes, 27 de diciembre de 2011

El Sin-logista



Algunos de ustedes se han estado preguntando por qué mi ritmo de publicaciones ha bajado tan drásticamente en los últimos tiempos. He aquí la explicación.



No se ha tratado de las causas habituales : mucho trabajo, poca inspiración, viajes, falta de conexión a Internet, abducción alienígena. Esta vez es una historia diferente.

Todo comenzó hace unos cinco meses, cuando recibí un mensaje de correo electrónico de parte de una importante editorial que decía que querían contactarme con referencia a este blog. 
Verán, con cierta periodicidad recibo ofertas para poner publicidad en este espacio, o de hacer intercambio de enlaces con "la más importante red de lo que sea en donde sea", o de escribir por moneditas algún artículo  para alguna empresa, todas cosas que no valen en dinero ni en placer el tiempo que debería invertir en ellas. 

Así que casi sin pensarlo envié ese mensaje al olvido, y continué con mi vida.

Dos días después el mensaje regresó, pero con otra redacción, y el firmante actual parecía tener mayor jerarquía que el anterior. Me tomé esta vez la molestia de verificar la existencia de la importante editorial. Todo parecía auténtico. 
Contesté. No perdía nada más que tiempo, y la verdad es que lo suelo perder a montones, así que un poco más no importaba.

Y sucedió que después de varios intercambios epistolares electrónicos, un llamado telefónico y un par de consultas con un amigo leguleyo, me encontré en las oficinas de la importante editorial firmando un contrato para publicar un libro. Sí. Un libro. El libro de Los Sin-logismos de Bugman.

Los meses que siguieron a la firma fueron bastante intensos, hubo que elegir los artículos que se publicarían, pulir algunas partes, agregar otras, eliminar algunas referencias temporales, corregir, y, lo más importante, escribir doce artículos nuevos que nunca fueron (ni podrán ser) publicados aquí. Fue una experiencia nueva, eso de escribir a pedido, nunca me había pasado que, por ejemplo, me hicieran reescribir completamente algo que para mí estaba, bueno...bastante bien.

Esa etapa ya terminó. El libro ya está escrito, corregido y listo para impresión. Falta definir el arte de tapa, (la imagen que ilustra este artículo es, justamente, ilustrativa) pero es casi seguro que contendrá una fotografía mía haciendo el gesto de la ceja levantada, porque me hicieron ir a un estudio donde me registraron con cámaras unas quinientas veces.(La ceja me quedó acalambrada, por un momento pensé que nunca más podría bajarla)

La idea original era lanzar el libro (una tirada pequeña, de doscientos ejemplares, se ve que tanta pero tanta fe no me tiene la importante editorial) para fin de año, aprovechando que la gente se lleva algo que leer a la playa, y que, vamos a admitirlo, esto es lectura liviana, pero las cosas se retrasaron y no creo que esté en las librerías antes del mes de febrero.

Se suponía que yo no debía decir nada hasta una semana antes del lanzamiento, pero esta era una noticia parecida a tener en la mano una granada sin espoleta, si no la soltaba explotaba. Yo, explotaba.
Los muchachos de la importante editorial me dejaron darles la primicia. Con tal de que no publicara el nombre de la importante editorial, ni la tapa del libro (cosa que no puedo hacer porque todavía no me la mostraron, señores de la importante editorial).

Bien, ya saben por qué no estuve escribiendo aquí, es porque estuve escribiendo allá. Como loco, estuve escribiendo. Un libro. ¡Estuve escribiendo un libro! Que va a salir en un mes y medio, más o menos. ¿Lo van a comprar? ¿Eh? Tiene lo mejor de Los Sin-logismos de Bugman, corregido y aumentado, más doce ¡doce! artículos inéditos. No, todavía no está decidido el precio de tapa. No, no les voy a contar cuál fue el arreglo económico con la importante editorial. Sí, si quieren les dedico su ejemplar, faltaba más.

Se va a llamar "El Sin-logista"

Buenas noches.


domingo, 18 de diciembre de 2011

Erre con erre (y cuatro)


El primero en responder fue el señor de generoso tonelaje. Y por su respuesta, pude deducir dos cosas, a saber:
a) El coche comedor se encontraba en una posición elevada.
b) El caballero me confundía con un horticultor extranjero, presumiblemente italiano.

Porque, en efecto, lo que dijo el abultado varón fue : El comedor te lo voy a bajar yo, gringo dell'orto.(*)
Inmediatamente la señora de aspecto severo se puso a recriminarle una supuesta actitud incivil para con el extranjero que nos visitaba (que vendría a ser yo) y a hacer una encendida defensa de la actividad turística y sus ventajas para el país anfitrión. Mientras tanto, la señorita aprisionada profería una risita nerviosa.

Me pareció que la conversación llegaba a un punto muerto, de manera que aprovechando otra exhalación avinagrada me paré y, anunciando que pronto volvería, me dispuse a localizar el bendito comedor por mis propios medios.

Recorrí, no sin dificultad, debido a que había numerosos pasajeros  viajaban parados (unas condiciones de viaje a todas luces inaceptables, pero curiosamente nadie se veía alterado ni disconforme) toda la formación, y no encontré lugar alguno donde sirvieran comidas, es más, tampoco transportaba mesas este convoy.
Luego recordé que, según mi experiencia, algunos trenes, seguramente en aras de optimizar la cantidad de pasajeros transportados, no destinan ningún espacio especial para comer, sino que proveen un servicio de sándwiches y bebidas que un empleado transporta en un carrito y va ofreciendo a los viajeros en sus propios asientos. Ah, el caballero robusto me había jugado una broma, y yo había caído como si realmente fuera un campesino de la Toscana.

Volví a mi puesto con la intención de saludar la humorada, y para mi sorpresa lo encontré ocupado por otra persona, en este caso un jovencito que llevaba ropas demasiado grandes para su talla y coronaba su testa con una gorrita como la que usan los jugadores de baseball.
Procurando no hacerlo sentir incómodo por la confusión, le expliqué que ese era mi lugar, y les pregunté a mis otros compañeros de travesía si habían prevenido al recién llegado de la circunstancia.

Con la cadencia propia de un pizzicatto, el joven de ropa holgada y gorrita me contestó algo que yo interpreté como la sugerencia de dirigirme hacia otro lugar en forma perentoria. Me dijo : Rajá, pelado. No encontré apoyo a mi reclamo de pertenencia en ninguno de mis ya antiguos colegas de travesía: la señora de aspecto severo miraba con nerviosismo por la ventana, súbitamente interesada en la vegetación urbana, la señorita comprimida había descubierto su vocación por escudriñar el piso y el señor rollizo soltó una salva de eructos para festejar la ocurrencia del jovencito.

Suele decirse que ignorar la injusticia cometida contra uno es la forma más elegante de la soberbia, y con un poco de soberbia, un poco de elegancia y un poco de mareo debido a los efluvios que el sonoro y gutural homenaje había esparcido en el ambiente, seguí la sugerencia del muchacho de gorrita.

Luego de deslizarme entre los muchos cuerpos cuyos portadores no parecían dispuestos a mover para franquearme el paso, actividad en la que estaba adquiriendo bastante práctica, encontré cerca de una puerta un espacio lo suficientemente amplio como para estacionarme sin compartir el aliento de media docena de personas. Y allí me dispuse a esperar el carrito de los sándwiches, preguntándome a la vez cómo habría de maniobrar su conductor para desplazarlo entre tanto humano inmóvil.

Nunca me enteré, ya que jamás se presentó. Otra queja que pensaba presentar al Presidente de Union Internationale des Chemins de Fer para América Latina apenas tuviera la oportunidad.
Sin embargo, sí se aparecieron numerosos vendedores ambulantes de toda clase de productos maravillosos, anunciando a viva voz las inmejorables condiciones comerciales en las que, por única vez, podían expender los mismos. Era prácticamente un regalo, una oportunidad imperdible de adquirir bienes de excelente calidad a un precio irrisorio.

Al final de mi viaje, yo era el feliz poseedor de una linterna cuyas baterías se recargaban accionando una manivela, un juego de rotuladores de colores, una práctica tijera china plegable, un completo set de agujas de coser (incluyendo un novedoso adminículo que servía para enhebrar), tres libritos para colorear, un líquido para quitar manchas, una guía con mapas de la ciudad y todos los recorridos del transporte público de pasajeros, dos cajas de apósitos adhesivos con motivos de Disney y un prolongador eléctrico retráctil de tres metros con conector doble.

También, merced a personas que pedían una colaboración para paliar circunstancias de lo más desgraciadas, recibí tres plantillas de calcomanías que representaban a supuestos personajes de historietas que no pude reconocer, y cuatro estampitas de santos, entre los cuales estaba San Cristóbal, patrono de los viajeros.

Tan entretenido me encontraba haciendo ejercicio del intercambio voluntario de bienes y dinero, que el resto del viaje se me pasó en un santiamén, y casi lamenté bajarme en una parada intermedia y perderme las ofertas que todavía no se habían presentado.

Pero haciendo gala de una disciplina laboral admirable caminé hasta mi oficina, y al llegar calculé el tiempo total de mi travesía. Una hora y media. Unos cuarenta minutos más que en automóvil.

Sobre el viaje de vuelta, la experiencia de esperar en un andén oscuro y solitario durante más de media hora al tren de habría de acercarme nuevamente al hogar y descubrir que venía cargado hasta el tope de individuos para quienes la impenetrabilidad de los cuerpos era sólo una opinión, no he de explayarme en esta oportunidad.

Sólo diré que,  a pesar de que el experimento resultó fascinante, sigo conduciendo a mi trabajo todos los días.

Buenas noches.


(*) Del huerto, en italiano.
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