domingo, 22 de enero de 2012

Al Vuelo XI

Para los que no lo sepan y para recordárselo a los que sí lo sabían pero parecen haberlo olvidado, aquellos artículos que llevan por título "Al Vuelo" seguido de un número romano, son los que escribo sin tener ningún tema en mente, porque aunque no lo crean el resto de los artículos sí los escribo pensando en un asunto en particular.

Si fuera español diría que estos artículos son para escribir lo que "me sale de los cojones", pero como no soy español no puedo decir eso sin sentirme un tanto ridículo. Es una pena, porque los españoles tiene algunas expresiones que me gustan mucho. "Flipar en colorines", por ejemplo. Que significa "alucinar", pero en buen rollo. Digo, de buena manera. O por lo menos eso interpreté, que estos españoles está un poco majaretas, también. Jolines.

Mi vecino tiene un gato. En realidad, tiene dos. Uno de ellos es siamés, y cuando llego de trabajar suele estar acostado en el frente de la casa del vecino y al verme cruza la calle para saludarme. Me refiero al gato. El vecino me saluda de lejos. Y el gato viene y se echa panza arriba para que lo rasque, lo cual es un poco raro, porque por lo general los gatos no se ponen panza arriba para que los rasquen. Y yo lo rasco, y el gato ronronea como un motor a explosión particularmente bien afinado, y si yo me siento en el suelo el gato salta a mi regazo y se acomoda allí, con toda confianza. 

Desconozco qué es lo que yo tengo para caerle tan bien a este gato en especial. Nunca he tenido gato propio, y es toda una novedad para mí hacerme tan amigo de un gato ajeno. No, no trabajo en una envasadora de sardinas. Tampoco le he ofrecido nunca comida alguna a mi felino amigo. Es todo un misterio para mí. Digo, con las personas me pasa igual, no tengo idea de por qué alguien pueda querer pasar un solo minuto conmigo, pero ese enigma ya lo he clasificado como "sin respuesta posible".

Hace un rato me puse a arreglar el soporte para auto del teléfono celular. Tiene una abrazadera para sujetarlo, que se libera con una palanquita, y eso se había trabado, entonces no tenia demasiada utilidad. Así que, lleno de orgullo y bizarría, lo desarmé, esperé que todos los resortes que suelen tener estos firundulis adentro terminaran de saltar de golpe y meterse en rincones oscuros e inaccesibles, escuché como el tornillo más pequeñito caía al suelo y quedaba fuera de mi vista, rompí dos o tres encastres plásticos, comprendía aproximadamente cuál era el desperfecto que convertía al útil artilugio en un montón de plástico de formas caprichosas, y solucionado este, procedí al rearmado.

Esta experiencia, sumada a muchas otras que he tenido a lo largo de mi vida de desarmador de cosas, me llevan a la inevitable conclusión de que soy muy bueno para agarrar cualquier ingenio que conste de muchas piezas e identificar aquellas que son superfluas. Luego de desarmar y volver a armar el artefacto en cuestión, esas partes inútiles, cuya eliminación ahorraría a diversas industrias miles de zillones de dólares y probablemente detendría el cambio climático, salvaría a las ballenas y causaría la mudez perpetua de Ricardo Arjona, quedan invariablemente en la mesa o escritorio donde estuve trabajando, debajo del papel más cercano.

Buenas noches.

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