martes, 27 de abril de 2010

Almorzando

La tortilla de papas no es comida.

La afirmación, cuya autoría reconozco, parte de la base, a todas luces lógica y racional, de que ninguna ingesta de material orgánico con fines alimenticios puede denominarse comida si, al menos uno de sus componentes no tuvo madre y padre biológicos.
Reformulo (gracias, Adenoz): La ingesta de material organico con fines alimenticios sólo puede denominarse comida si al menos uno de sus componentes tuvo madre y padre biológicos.

Esta declaración puede ser combatida con energía por los vegetarianos y con fanatismo por sus primos más radicales, los veganos (que, a pesar de su nombre con connotaciones de secta u origen extraterreno son vegetarianos puros, es decir no incorporan a su dieta ningún alimento de origen animal). 
Solicito la indulgencia de estos dos colectivos, absténganse por favor de bloquear la salida de mi cuerpo pletórico de proteínas animales por la puerta de mi domicilio o lugar de trabajo por medio de barricadas, militantes sentados en la vereda o multitudes portadoras de antorchas encendidas gracias a combustibles orgánicos. 

La sentencia excluye per se a las ensaladas de la lista de comidas, a no ser que contengan trocitos de pollo, jamón u otro material que haya caminado, volado o nadado antes de ser procesado industrial o artesanalmente. La ensalada, señores, es un acompañamiento. De algo más contundente, que abarca desde el bife de chorizo hasta el salmón rosado.
Un tomate no es comida, por más que estemos metidos a una estricta dieta sin la cual nuestras arterias habrán de sufrir un embotellamiento de hematíes que ríase de una autopista de Los Ángeles. En todo caso, diremos que nuestra dieta impide que almorcemos o cenemos, que tenemos que sobrevivir a base de sucedáneos de comidas.
Surge aquí una serie de interrogantes derivados, uno de los cuales sería : ¿Constituye el huevo duro o pasado por agua una comida? Aplicando el criterio en forma estricta, mi respuesta sería "no". "Pero el huevo ha sido engendrado de una gallina, que en términos generales podría definirse como su madre", responderá el lector leguleyo, y yo apelaré al espíritu de la norma, según el cual los derivados de la cosa no son parte de la cosa, ni muchísimo menos, la cosa hecha y derecha. (Y puedo interpretar el espíritu porque he sido yo mismo el que le he dado cuerpo, caramba). Ampliando los fundamentos, diré que si bien el huevo, o para el caso la leche, son producidos por seres que sí han tenido progenitores biológicos,  ninguno de esos productos es un ente capaz de tener descendencia. Es decir, no se ha visto jamás un huevo retozando por los prados, conociendo a otro huevo de género complementario, formando una pareja y teniendo como fruto de su amor a otro huevo. Con hilarantes resultados, se puede aplicar el mismo razonamiento a la leche. Tampoco queso alguno ha formado manada, ni cuidado sus cachorros con amorosa dedicación.
Parecerá cruel, pero la fría letra de mi postulado implica que el conjunto de partes llamado comida contenga al menos un elemento que haya sido el resultado de un sacrificio. Y vamos, para las vacas no representa un sacrificio ser ordeñadas, es más bien un alivio, si es que no un placer. Las gallinas, por otra parte, apenas si se percatan de que los huevos que ponen son sistemáticamente recolectados por el granjero.
Ah, pero extraigamos el jamón de un chancho, y vaya si se va a dar cuenta. No es posible sustraer el peceto de un bovino sin cambiar irremediablemente su estilo de vida. Antes de ser preparada a la manteca negra, una trucha deberá renunciar a todos su anhelos.

Por lo tanto, estimados lectores, entiéndase que no está en mí el negarles el derecho de atiborrarse de lechuga, hartarse de lentejas o revolcarse en brotes de soja. No tengo ninguna objeción que hacerle a quien obtiene la energía necesaria para su desempeño cotidiano de cosas que crecen en el suelo. Cada cual incorporará a su dieta lo que estime más conveniente para su salud y deleite.

Pero la tortilla de papas no es comida. A no ser que sea a la española. Ahí sí.


Buenas noches.

martes, 20 de abril de 2010

Apuntes a 30000 pies



Para conocer el grado de consideración hacia el prójimo que tiene un pasajero aéreo, basta con observar el tamaño de su equipaje de mano. Si sólo lleva lo imprescindible, aquello que resulta frágil o valioso o habrá de utilizar durante el vuelo en un pequeño bolso o maletín, y despacha todo lo demás para que sea transportado en la bodega del avión, sabrá que es una persona que es consciente de las necesidades y los deseos ajenos.
Si, en cambio, arrastra todas sus pertenencias en una valija con ruedas, más una cartera o mochila gigantesca y dos o tres bolsas del Duty Free Shop, estará usted ante una persona completamente despreciable que privilegia los minutos que pueda ahorrarse en el carrousel  de las valijas del aeropuerto de destino sobre la comodidad y conveniencia de todos los demás. Este miserable ser, además, se abalanzará sobre la puerta de la sala apenas comiencen las operaciones de embarque, abriéndose paso a codazo limpio para asegurarse un lugar en los compartimientos superiores del avión, ocupando el espacio correspondiente a tres o cuatro pasajeros civilizados. 

La comida de los aviones pasa por un proceso especial que le quita el 39.72 % del sabor antes de ser envasada. Esto logra un efecto desmotivador entre los pasajeros: nadie siente tanto agrado por lo ingerido como para pedir más, pero nadie experimenta tanta repulsión como para quejarse.

Cualquiera que no se encuentre un poco nervioso ante las cada vez más exhaustivas revisiones de seguridad de los aeropuertos es altamente sospechoso.

Costumbre argentina: desabrocharse los cinturones de seguridad y pararse a sacar el equipaje de los compartimientos superiores de la cabina antes de que el capitán apague el signo correspondiente. Y luego, esperar parados, y posiblemente encorvados a que se abran las puertas y comience el descenso.

Un pasajero considerado (ver primer párrafo) espera tranquilamente sentado en la sala de embarque a que sus ansiosos compañeros de viaje haya abordado el avión, y luego se dirige tranquilamente al asiento que le ha sido asignado, evitando formar una fila perfectamente inútil. 

El viajero civilizado prefiere perderse una comida que la oportunidad de conciliar el sueño. Las auxiliares de abordo deberían ser entrenadas en el sutil arte de reconocer a esta clase de pasajeros y así evitar despertarlos para preguntarles si quieren cenar pollo o fideos. (*)

El pasajero experimentado lleva consigo un par de auriculares y evita utilizar los que provee la línea aérea, que normalmente son un reverenda porquería y terminan lastimando las orejas.

Un viaje en avión de más de tres horas exige escoger un asiento del lado del pasillo. 


Buenas noches


(*) Algunos aviones modernos que tienen pantallas LCD en los respaldos de los asientos brindan la posibilidad de poner un mensaje que dice "no molestar" en el pequeño monitor. Bien por las personas que diseñaron el artilugio.


martes, 13 de abril de 2010

Sociales


En viaje de negocios, parte hacia las tierras de Juan Valdez el oscuro blogger Bugman. Desde el salón VIP del aeropuerto internacional de Ezeiza, declaro: "Si firmamos este contrato, le voy a poder comprar la plancha eléctrica a la patrona".

lunes, 5 de abril de 2010

Todo tiempo pasado fue anterior

Los lectores habituales del weblog (porque antes les decíamos weblogs, ¿sabe?) deben conocer a un personaje que aparece de vez en cuando protestando porque las cosas cambian, y haciendo un ejercicio enfático de la nostalgia. Hace poco, a raíz de este artículo, los amables lectores dieron rienda suelta a ese agridulce ejercicio de recordar en forma imperfecta cómo eran las cosas en épocas pretéritas. 

Lo curioso fue que la práctica se orientó hacia usos, costumbres y actividades que no han empeorado con el paso del tiempo, por el contrario, han mejorado tanto que algunas incluso han desaparecido.

Si bien yo soy pesimista en casi todas las cosas referentes a la conducta y la idiosincrasia de las personas, soy irremediablemente optimista en cuanto a la evolución y el futuro de la tecnología y su relación con nuestra calidad de vida. Creo firmemente que gracias a los ingenieros ahora podemos hacer más cosas, de mejor manera y con menos esfuerzo que antes, y que esta tendencia continuará. 

Nadie puede decirme seriamente que era mejor escribir en una Remington Sperry Rand 20 que en su computadora personal (cualesquiera que fuese) con un procesador de textos moderno que incluye cientos de tipos de letra, corrector automático de ortografía y la posibilidad de imprimir todas las copias que se le ocurra en su nueva, silenciosa y rápida impresora láser. Cualquier cristiano en sus cabales reconocerá que aquello de tener que llamar por larga distancia pasando previamente por una operadora humana que con toda tranquilidad nos decía que "a Estados Unidos hay una demora de seis horas" resulta absolutamente ridículo comparado con el DDI (discado directo internacional). Le concedo una minúscula incomodidad teniendo que marcar como dieciséis números y códigos nacionales, locales y regionales, pero vamos, ahora los teléfonos tienen teclados y botones, no ese disco electromecánico enloquecedoramente lento y ruidoso. Y si le da ocupado, aprieta un solo botón, y el teléfono solito repite toda la secuencia. Quién se atrevería a despreciar las ventajas de la banca electrónica que permite pagar todas las facturas a la hora que a uno se le ocurra cómodamente sentado ante su computadora y en cinco minutos. También lo puede hacer sentado incómodamente, si lo prefiere. Y es que esta es una característica de la tecnología moderna,  lo libera a uno de las tareas monótonas, incómodas y que solían consumir un tiempo espantoso.

No me malinterprete. Una máquina de escribir es un pieza mecánica exquisita. La comunicación telefónica con centrales electromecánicas era una maravilla en su época. Enviar y recibir cartas era algo emocionante porque implicaba una cantidad de operaciones manuales que podían salir mal, y sin embargo el correo postal era bastante eficiente. Probablemente el correo electrónico haya asesinado al género epístolar, y tal vez sea una pena, pero no lo voy a llorar si a cambio me dan la posibilidad de obtener noticias de un amigo que vive en China en contados minutos. Aquellas cosas representaban avances impresionantes, pero se vieron ampliamente superadas por otros avances aún más impresionantes y a menos que los ingenieros decidan que ya está bien, hasta aquí llegamos, no se nos ocurre nada más, la cosa va a seguir por ese rumbo, y yo no podría estar más feliz. 

Pero espere, estimado lector, yo lo entiendo cuando se refiere  con cierto cariño a olvidadas tecnologías que los irrespetuosos jovencitos que nacieron a principios de este siglo desconocen.
No es nostalgia del teléfono a disco lo que usted tiene. No añora la televisión en blanco y negro sin control remoto, ni la soda en sifones de vidrio. 
Usted, yo, todos, tenemos nostalgia de nosotros mismos. De los que éramos en esos años vistos a través del filtro dulcificador del recuerdo selectivo. Claro que éramos más jóvenes, más fuertes y menos cínicos. Qué importa si nos torturaban las inquietudes y desorientaciones de la adolescencia, si nos sentíamos incomprendidos, si todo el mundo se había puesto de acuerdo para molestarnos. Repíto, éramos más jóvenes, más fuertes y menos cínicos. 
Aunque tuviéramos que perder dos horas haciendo cola en el banco.


Buenas noches 

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