miércoles, 16 de febrero de 2005

VAMOS A LA PLAYA OH, OH, OHOHOHO!

Acabo de regresar de los cuatro días de vacaciones que me permito tomar cada cuatro años,y por razones que no viene al caso enumerar aquí, estuve en un lugar de la Costa Atlántica Argentina cuyo nombre prefiero reservarme.

El asunto es que como casi todos los lugares de la Costa Atlántica Argentina Cuyos NombresPrefiero Reservarme, este tiene como principal atractivo turístico una de esas grandes extensionesde arena linderas con grandes extensiones de agua salada que el común de los mortales denomina "playa".

En la lista de todas las actividades de este mundo en las cuales me declaro incompetente en absoluto puedo ubicar en un lugar destacado aquella que indica cómo disfrutar de este curioso lugar.

Verán, por la razón que fuera no me resultan particularmente agradables las sensaciónes de la arena introduciéndose en cada rincón de mi anatomía incluyendo órganos internos por obra y gracia de la acción de un viento omnipresente y pertinaz, la de los pies quemados por la misma arena calentada a temperaturas de ebullición por un sol asesino del cual debo cuidarme en razón de tener una piel particularmente delicada,la del dolor físico que produce el intentar introducirse en un mar que solamente resulta soportable para criaturas árticas o antárticas, y la de escuchar multitud de pregones de vendedores ambulantes y berridos, chillidos, llantos, gritos y sonidos indescriptibles que produce una multitud de niños y adultos mezclados en una masa de cuerpos semidesnudos no necesariamente agradables de ver.

Por fortuna yo contaba con una de esas construcciones de madera y lona que llamamos carpa, aunque por el precio que cobran bien podrían llamarlo "mini palacio" y equiparlas con aire acondicionado, yacuzzi, pantalla de TV gigante y servicio de valet. Este pequeño reducto se convirtió en mi refugio en las horas en que el sol se presentaba en toda su crueldad, que por supuesto eran las horas en que uno llegaba a la playa. En efecto, me sentaba a disfrutar dentro de lo posible de la lectura del diario del día, a la sombra y bien protegido hastaque se hacía la hora en que los dermatólogos autorizan a exponerse a los rayos ultravioleta. Claro que esto era precedido por una tediosa y minuciosa aplicación de protector solar factor 3 millones, que es más o menos lo mismo que recubrirse con teflón salvo que los huevos fritos se quedan pegados. Resguardado gracias a la química, me desplazaba hasta una silla o reposera o lona o cualquier superficie apta para depositar mi humanidad, y me dedicaba a...nada. No me malinterpreten, no soy una de esas personas que no pueden disfrutar de un momento de ocio, lo que pasa es que creo que esos preciosos momentos deben producirse en un entorno medianamente confortable. Cegado por el reflejo solar que me obligaba a mantener los ojos entrecerrados como un japonés soñoliento, con el pecho sobrecalentado y la espalda refrigerada, siendo sometido a la accción abrasiva de los agentes erosivos naturales, y ante la proximidad obligada de gentes de pelaje variopinto (recuerden que detesto las multitudes de más de tres personas), mis posibilidades de relajación se vieron seriamente comprometidas.

Las mujeres están mejor dotadas para estas anti-actividades. Ellas se echan al sol a cualquier hora y a no ser que exista una enorme conspiración y en secreto lo detesten tanto como nosotros, disfrutan de parecer bultos informes o atractivos según el caso durante largas horas en las que solamente se mueven para exponer distintos distritos de su cuerpo a la acción de los rayos, obteniendo con el tiempo su recompensa más preciada, una piel bronceada.
Yo prefiero que el bronceado (que en mi caso no se produce, paso del blanco níveo al colorado tomate y de ahí a la caída simultánea de todo mi epitelio previa parada por la estación del ardor insoportable) sea el producto subsidiario de una actividad cualquiera al aire libre. Pero qué se hace cuando no hay nada que hacer?

Cuando niño me pasaba gran parte del día metido en el mar helado, y disfutaba como un desaforado de los revolcones que las olas me provocaban con los dientes castañeteando y los labios violáceos hasta que ya no sentía las piernas y empezaba a sentir sueño como los náufragos del Titanic.

De adolescente, la actividad podía ser deportiva, ya sea jugar al volley o recorrer 56 kilómetros de playa a pie intentando junto a mis amigotes que una mujer nos prestara un mínimo de atención.

Pero llegando a los 40, con una calva notoria y en la compañía de mi novia, mi hermano, mi cuñada y tres de mis sobrinos más una amiguita, hay cosas que simplemente ya no resultan viables.

Los niños siempre serán niños, péro ahora tienen unas ideas de lo que el entretenimiento deba ser que resultan al menos desconcertantes. Cómo puede ser que pidan ir al cibercafé a jugar juegos de computadora o al pool (sí, había un local con mesas de pool en la playa) en vez de chillar como locos al entrar corriendo al mar congelante?

La idea de que uno tiene que aprovechar las cosas que no tiene en casa cuando se desplaza 400 kilómetros justamente para encontrar esas cosas no significa nada para ellos. Y justifican sus acciones con una lógica extraña. Tuve una discusión con uno de ellos que insistía en afirmar que si dejaba un recipiente con helado a la sombra de la carpa por espacio de media hora mietras iba a la pileta (sí, también hay una pileta a pocos metros del mar, pareciera ser que los concesionarios se esfuerzan en ofrecer actividades alternativas porque intuyen que esto de la playa es una enorme mentira colectiva) éste no se iba a derretir. De nada valió que yo recordara que mi única nota sobresaliente de mis épocas de Universidad había sido justamente en Termidinámica en intentara resumirle los principios de esta ciencia al nivel de comprensión de un párvulo de 6 añitos, él insitió en que "si lo dejaba a la sombra no se iba a derretir". "Muy bien", le dije, convencido de que la comprobación empírica daría por tierra con sus absurdas teorías. Regresado que hubo de su excursión natatoria, el susomentado pequeñuelo recuperó su recipiente y con evidente placer procedío a comer? beber? su semilíquido contenido. Con toda dulzura le dije "ves que sí se derritió?", y como toda respuesta obtuve un "no". Tal vez deberíamos habernos puesto de acuerdo en cuanto a la definición de "derretido" antes de confrontar nuestras tesis, quién sabe para el niño un helado derretido se volvía fluorescente, se evaporaba o burbujeaba. El asunto es que me vi atrapado en el clásico pseudo problema de definición frente a un individuo que apenas me llega a la cintura.

Hay sin embargo, un momento en el que la playa me resulta tolerable. Es cuando se está poniendo el sol, y la mayoría de las personas comienzan a retirarse. Un día a esa hora nos pusimos a jugar al fútbol con mi hermano y los niños (escribo "jugar al fútbol" como una aproximación en virtud de la mejor comprensión de mis amables lectores, lo que yo puedo hacer con una pelota no se parece ni remotamente a la práctica de este popular deporte). Pero claro, en ese momento apareció mi cuñada vestida como una expedicionaria al Polo Norte con estalactitas de hielo en la orejas y quejándose del frío. Y se acabó la diversión.

Creo que con la playa ocurre lo mismo que con los alcauciles, los riñones y las ensaladas. A nadie le gustan, pero en algún momento se instaló la idea de que "debían" gustar. Y allí vamos todos a llenarnos de arena hasta las gónadas, disimulando nuestra incomodidad y diciendo a cada rato "aaahhhh, esto es vida!" mientras pisamos un pescado podrido. Y ni nos damos cuenta, porque ya no sentimos los pies.

Buenas noches.




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